Judas Iscariote, mártir de los pecadores

I

La noche era oscura y silenciosa. Las calles de Jerusalén estaban vacías, y solo se escuchaba el eco de los pasos de un hombre que caminaba con prisa. El hombre era Judas Iscariote, uno de los doce discípulos de Jesús.

Judas Iscariote, primer traidor y creyente


Judas estaba nervioso. Había tomado una decisión crucial, y sabía que su vida cambiaría para siempre; había decidido traicionar a Jesús.

Interrogado por Jesús sobre su inmenso trabajo, Judas repuso: 

–Usted lo hace por locura. Nadie que esté en su sano juicio se dedica día y noche a sanar enfermos y levantar muertos.

Antes que su maestro lo refutase, como solía hacerlo, se levantó y se alejó de la tienda. Aquella sería de las últimas discusiones que sostendría con él. 

Judas había sido un discípulo fiel durante mucho tiempo. Había seguido a Jesús desde el principio, y había visto sus milagros y escuchado sus enseñanzas. 

Pero últimamente, Judas había comenzado a tener dudas. No estaba de acuerdo con la forma en que Jesús desafiaba a las autoridades religiosas, y no creía que Jesús fuera el Mesías que la gente esperaba; sus latigazos con los comerciantes, su defensa de las adúlteras y su cercanía con Juan y María Magdalena lo perturbaban.

Judas tenía además un secreto que lo perseguía. En una época en la que la lujuria era condenada, Judas ocultaba juiciosamente sus excesos, lo que le provocaba frustración y ansiedad en su interior. Judas se consideraba el más normal de los discípulos de Jesús. Había aceptado su llamado porque, como los demás discípulos, era pobre, y porque como todo hombre normal, quería contribuir a un mundo mejor. Pero consideraba que si Yahvé estaba con Jesús, los ejércitos del cielo descenderían a destruir a todos aquellos que se atreviesen a irrespetarlo o a hablar mal del Mesías. 

Pero nada de ello había ocurrido a lo largo de tres años de prédica mundana.  Aquella magia parcial de Jesús, afín a la de los sacerdotes de Baal, tal y como algún fariseo masculló cierto sábado, lo impacientaba. Había pedido al creador un Mesías capaz de abrir el océano como Moisés. ¿Por qué huía Jesús de sus perseguidores cada vez que lo atacaban en lugar de confrontarlos?

Judas recibía las quejas de quienes veían en Jesús a un impostor, y las acumulaba en su interior, contrabalanceando la fe que su figura en un principio le inspirase. Presintiendo su desafecto, Judas se refugió en los rituales y tradiciones de su fe judía, observando meticulosamente las obligaciones del sábado. Estaba molesto por la forma en que Jesús desafiaba a los miembros del Sanedrín, tribunal de sumos sacerdotes, ancianos y escribas que decidían sobre asuntos legales, políticos y religiosos en la comunidad judía. Su celo era tal que huía del Templo cada vez que sus condiscípulos murmuraban que Jesús sanaría enfermos aquel Sabbat.

Judas a menudo ventilaba su frustración con Pedro, el discípulo más irascible de Jesús, quien asentía a todas sus diatribas, añadiendo una sonrisa irónica. 

­–Yo confío en mi maestro –era, no obstante, la réplica invariable de Pedro.

A Judas no le gustaba la preferencia de Jesús por los borrachos y las personas ricas, a quienes Jesús invitaba con frecuencia a fiestas y reuniones. Sentía que su comportamiento contrastaba con las enseñanzas de la fe judía y el comportamiento de los más decentes.

–Silenció a los doctores de la ley cuando dijo que él vino fue a sanar a enfermos ¬–repuso Pedro ante sus diatribas¬–, no a los sanos. 

Judas sabía que Jesús era un hombre amoroso con todos, por lo que le era difícil aceptar que sonriese a las prostitutas y a los pecadores, incluyendo a los amanerados que, a diferencia de él y de otros tantos que ocultaban su vida privada, disfrutaban de su lascivia sin ocultarlo a su comunidad. 

–Basta ver al maestro ¬–le dijo María Magdalena¬–, para que los demonios de la lujuria se apacigüen.

Judas comenzó a divagar que si Jesús desaparecía el pueblo de Israel se libraría de un mago pernicioso. 

Cierta noche, Judas se acercó a Jesús y le dijo que sólo él tendría la valentía de detener su falta de respeto contra la autoridad, contra los sacerdotes del Templo de Jerusalén, contra el Sanedrín, contra Caifás, contra Roma, contra el César. 

Jesús se mostró decepcionado, pero no sorprendido. 

­–Siento ese ardor que te embriaga Judas; estás con ira.

Judas no apreciaba la sinceridad de Jesús sobre la naturaleza humana y las debilidades del cuerpo. 

Judas se dijo que aquel comportamiento era inapropiado e impropio de un líder; anunciar a cada cual lo que guardaba en su corazón, fuera ira o tristeza.

–¿No podrías disimular mis sentimientos por una vez?

Dio la espalda y se alejó, temeroso de la sabiduría de su maestro, sintiendo que tenía que hacer lo necesario para proteger las enseñanzas de su fe judía sobre la prudencia y el bienestar de su comunidad. 

A sus ojos, traicionar a Jesús sería un sacrificio difícil pero necesario, una decisión que asumiría por deber con corazón apesadumbrado.

Sintió una presencia a su costado y al girar vio el rostro compasivo de Jesús.

–¡La forma en que desafías al Sanedrín y rompes las tradiciones! 

–Son ellos los que caen en sus propias intenciones.

–¡No es la forma en que se supone que deben hacerse las cosas!

–Cumplo un propósito mayor. Es mi padre quien me pide que lo haga.

–¿Pero cómo tratas a las personas? ¡Mira lo que les hiciste a esos mercaderes en el Templo! ¡Mira cómo respondes a tu madre cuando te pide que saludes a tus hermanos! Te codeas con borrachos y no dudas en aceptar los perfumes con que te lavan los pies. No nos das la importancia que nos merecemos.

–Si fuera un rey terrenal –repuso Jesús–, inclinarías tu cabeza para que yo limpiara mis pies.

–¡Pero no lo eres!

–Porque vine a enseñarme como el más débil entre ustedes, el más frágil y desamparado, El cordero al que todos podrían lastimar si quisieran. 

–¿Y para qué?

–Para que cuando me veas en gloria, y te demuestre mi perdón, sepas que te amé por tus pecados.

Judas se conmovió, muy a su pesar, por el infinito amor de su maestro; por un instante palideció considerando que Jesús sí podría ser el Mesías. 

–¿Y tú relación con María Magdalena y Juan? –continuó hostigando a Jesús con preguntas que Satanás susurraba a sus oídos–. Parece que tienes favoritos entre nosotros.

–A todos los amo. María y Juan son queridos para mí, pero también tú y los demás, así un demonio te tiente y confundas tu deber con lo más justo.

–¡Eres tú quien soporta a tando depravado!

Judas se alejó corriendo, furibundo y se dirigió al templo de Jerusalén, donde encontró a los líderes religiosos. Les dijo que no compartía el modo en que Jesús subvertía los valores de su sociedad; les aseguró que los mesías y profetas eran un tema de un pasado ya superado por la ley mosaica, y ofreció entregarles a Jesús. 

¬–El Mesías no puede encarnarse en un líder de borrachos, prostitutas y recaudadores de impuestos –dijo a Caifás–. Así demostraremos a sus seguidores encantados que Dios no lo protege, y lo entregaréis a los romanos para que lo crucifiquen como a un vil ladrón.

Los líderes religiosos estuvieron de acuerdo, y establecieron entregarle treinta piezas de plata a cambio. Judas se mostró renuente a aceptarlas en un principio, pero al cabo las aceptó insistiendo en que no lo hacía por el dinero, sino con el afán de eliminar a un hombre enfermo que se creía el Profeta de Dios en la tierra. Acordaron que la señal para que arrestaran a Jesús sería un beso, pues si había alguien que aceptase todo tipo de afectos de sus enemigos era su cuestionado maestro.

Luego de que el mismo Jesús lo desafiara durante la cena a que lo traicionara en frente de todos sus condiscípulos, Judas salió en busca de los guardias del Sanedrín. Volvió con ellos, iluminando la oscuridad con antorchas, y besó a Jesús con súbita pasión.

Jesús lo observó con ojos tristes, sin corresponder a su exagerado afecto.

–¿Con un beso me traicionas?

El Mesías fue arrestado y llevado a juicio.

Preso de repentinas visiones de demonios que lo atormentaban, Judas comprendió que también sería un mártir por causa de Jesús; no por asumir su testimonio y ser asesinado por su causa, como visionó que todos sus discípulos lo harían, sino por asumir la maldad que los comportamientos de Jesús suscitaban entre sus contemporáneos. 

Tanto la creciente envida que Jesús ocasionaba por sus milagros entre los judíos, ya fueran éstos laicos o sacerdotes, como el odio que su amor por los pobres y desprotegidos despertaba entre ricos y ladrones, desembocaban en un sentimiento común de traicionar a Jesús. 

Entre todos los miembros de su comunidad, solo Judas se atrevió a encarnar el rol de su representante, impulsado por su sentido del deber hacia su pueblo. 

Inicialmente maravillados por sus milagros y portentos, como caminar sobre el agua y multiplicar los panes, las multitudes ahora veían a Jesús con desdén y celos. Los judíos en particular, fueron cuestionados por sus demonios sobre su reticencia del Mesías a atacar a los romanos con rayos y enfermedades, y se preguntaban entre ellos quién era realmente Jesús, si un hechicero o un enviado de Moloch.  

La sanación del esclavo del centurión fue la gota que colmó el vaso de su credulidad y les hizo dudar de su identidad como Hijo de Dios. Pero ninguno de entre aquellos miles se atrevían a confrontar a Jesús directamente. Sólo Judas lanzaba anatemas, cada vez más abiertamente, contra el Maestro que le entregaba pan de casa en casa todos los días. Judas se decía que no atacaba a Jesús por envidia u odio personal –aunque era mayor de lo que él admitía–, sino por el resentimiento general que Jesús despertaba entre la mayoría de judíos y paganos.

Los fariseos y los doctores de la ley fueron los primeros en acercarse a Judas, invitándolo a cenar en sus mansiones, con el fin de preparar sus ataques en el Templo. Pero aquella noche, luego de entregarles a Jesús, todas sus puertas le fueron clausuradas. 

–No nos codeamos con traidores –fue la excusa de uno de ellos al ser interrogado por Judas.

El mismo Satanás lo abandonó, cual fiera que abandona a la presa que ya ha encerrado en su guarida tras quebrarle su espina dorsal. Judas fue así el primer hombre en reconocer sin dejo de duda a Jesús como el Mesías, pues comprendió las palabras de su maestro: “¡Ay de aquel hombre por quien el Hijo del Hombre es entregado! Bueno le fuera a ese hombre no haber nacido”.

Buscó a los sacerdotes para devolverles las monedas, pero éstos lo rechazaron con desprecio. Judas entonces las arrojó a las arcas de las limosnas del Templo, gritando que había sacrificado sangre inocente. Su dolor, el de haber traicionado a su propio creador, lo desfiguró, y los niños lo señalaron con desprecio a su paso por las calles de Jerusalén. 

Sintió así mismo dolores en el cuerpo; a donde iba caía, se tropezaba o se partía un hueso. Sabía que tal era el castigo de quienes perdían la misericordia de Yahvé. Quiso atacar a uno de los adolescentes que le arrojaban piedras, pero recordó otra admonición de su maestro: 

¬–Y cualquiera que haga tropezar a alguno de estos pequeños que creen en mí, mejor le fuera que se le colgase al cuello una piedra de molino de asno, y que se le hundiese en lo profundo del mar.

“Tal vez”, se dijo , “si acato su condicionamiento, eso es, si me arrojo a un estanque antes de su inminente crucifixión, ¡él me perdoné en el más allá!”

“No podré llegar al estanque”, se dijo presintiendo que quedaría paralítico en breve.

Providencialmente notó una cuerda atada al cuello de un asno pudriéndose a la vera del camino, sobre un pantano. Se lanzó al barro, tomó la cuerda, la colgó del árbol más cercano y se ahorcó.

Al día siguiente su cuerpo fue enterrado en un terreno comprado con las monedas que Judas entregara al Templo, y fue llamado "Campo de Sangre" o "Campo del Alfarero", para que la posteridad recordara el alto precio ofrecido por la traición a Jesús.


II

Jesús descendió a los infiernos y allí vio, en el círculo más frío de todos, a Judas, solo y agobiado por la eternidad, junto a cientos de mártires de la maldad, tales como Marco Bruto, Nerón, Salieri, Napoleón, Hitler, Stalin, Mao, Pohl Vuh, Fidel Castro y Horacio Serpa. 

Pero incluso todos ellos evitaban a Judas. 

Jesús se acercó a Judas, quien gritaba que no se le acercara, que no era digno de su perdón, y habló a aquellos rostros de ojos lacerados por sus lágrimas y la desesperanza que los contemplaban. 

­–Todos ustedes saben que son indignos de mí. Pero, ¿qué no haría un padre por su hijo más perverso? ¿Qué no haría un hermano noble y próspero por sus hermanos despreciados por el mundo en virtud de sus crímenes? En cada generación ustedes volverán al mundo reencarnados, hasta que emenden sus errores. 

Gritos de horror emergieron de sus gargantas para ser de inmediato reprimidos por la presencia del Hijo de Dios.

–Pero no lo harán con la misma protección que les di a lo largo de sus vidas; su pobreza y su salud será cada vez peor, lo que exigirá una sincera conversión a la bondad. 

­–¡Usted solo nos esclaviza! –bramó Marco Bruto con voz cavernosa, ofreciendo su espalda a Jesús.

–Es verdad –dijo Jesús–, pues la maldad requiere de una mayor maldad para ser contrarrestada. Así como un granjero emplea gatos para controlar una plaga de ratones, así os envié al mundo a controlar la maldad de vuestros contemporáneos. Pero ahora seréis los ratones y las alimañas por los siglos de los siglos, sufriendo en el intervalo la revisión de vuestros actos.

Todos callaron; ya no había nada que añadir, pues Jesús se había pronunciado, ofreciéndoles una débil esperanza.

­–Pero tú Judas ­–dijo Jesús–, tendrás un destino diferente. No reencarnarás, pues entre todos los mártires del mal fuiste quien tuvo la mayor carga, aquella de sacrificarse por el bien de la humanidad, traicionando a Dios, tal y como lo prescribe el teólogo revelado a un escritor argentino, Nils Runeberg. Para que mi sacrificio fuera posible era necesario que un hombre, en representación de todos los hombres, hiciera un sacrificio condigno al mío. No fuiste sólo la maldad, Judas, sino el verdugo, y como tal fuiste el primero entre todos los hombres en reconocer su falta. 

Judas se arrojó a los pies de Jesús.

­–Volverás al mundo año tras año a sentir la maldad de tus hermanos, aquellos que elegiste representar, hasta el día en que yo vuelva en gloria a juzgar a vivos y muertos y recuperar el mundo para mi padre.



Cuento de Historia Cifrada



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