El Profeta que trajo la lluvia a Cataluña y España
Ser profeta de Dios nunca fue una labor fácil; además de suscitar el encono de agnósticos y ateos, el ungido debe soportar los menosprecios de su propia iglesia, inevitablemente precondicionada por las vidas de sus santos y mártires. La aparición de la Madre María a vírgenes y niños a lo largo de los últimos dos siglos ha acostumbrado al fiel del siglo XXI a creer que Dios nunca se manifiesta a letrados o poetas, sino exclusivamente al cándido, ignorante o inocente de los ardides del mundo. En otros libros narro cómo el Señor me ungió profeta en 2011 y me reveló ser la encarnación del apóstol Pedro, enviado al final de los tiempos en la certeza de que no negaría a Cristo por cuarta vez. Algunos me indican que mi creencia es personal, y nada más cierto, les digo; mi fe es muy simple: creo en cada uno de los nobles preceptos narrados en la Biblia y veo, como William Blake, la intervención de Dios en la caída de una hoja. Mis experiencias místicas pasarían desapercibidas, como las de tant