Desde el Viaducto - Sinopsis & Capitulo 1. El Robo del Banco de Santander

Desde el Viaducto

En el Bucaramanga de los años setenta, una ciudad que comienza a expandirse entre las montañas y los abismos que bordean el Chicamocha, el agrimensor David Saint-André, funcionario de Catastro, encarna la honradez en una sociedad corroída por el clientelismo. Su decisión de despedir al exchulavita Matías Ariza por conducir ebrio despierta una venganza que se incubará durante años: Matías jura que hará pagar a David con la muerte de su primogénito, Marcos, un niño de apenas cinco años.


Sin embargo, el destino interviene con una cadena de coincidencias crueles. La repentina libertad de Gil Cardona, un delincuente que años atrás participó con Luis Argüello—hijo de Matías— en el incendio de un edificio con quinientas víctimas durante un robo bancario en Bogotá, altera los planes. Padre e hijo deciden manipular la furia de Gil haciéndole creer que Marcos es su propio descendiente ilegítimo, producto de una relación antigua de Luis. La trampa funciona: Gil, ahora disfrazado de servidor público en el Ministerio de Educación, planea un paseo escolar al “Club del Cañón”, exclusivo centro recreativo de Bucaramanga, reservado para los mejores estudiantes. Entre ellos debería estar Marcos.

Mientras tanto, el niño sufre el peso de la incomprensión en la Escuela Anexa a la Normal de Señoritas, donde sus preguntas y razonamientos —demasiado adultos para su edad— despiertan irritación entre sus maestras y burla entre sus compañeros. Su rebeldía inocente lo lleva a un castigo desproporcionado: la expulsión por romper un inodoro y una nota infamante en conducta. Tras ello, su madre Adelia logra matricularlo en la Escuela Rufino José Cuervo, en un barrio más humilde, donde el niño aprende otras formas de sabiduría, más humanas que académicas.

Invitación

Cuando llega el día del paseo, el destino juega su carta más oscura: Marcos es reemplazado en la lista por otro niño, Eliseo, quien desaparece sin dejar rastro. La ciudad entera se conmociona. El supuesto guía del paseo, Humberto, resulta ser Gil bajo nueva identidad. Su fingido suicidio deja tras de sí un laberinto de pistas falsas, rumores y silencios oficiales. Al descubrir la manipulación, Matías y su hijo Luis intentan borrar toda evidencia… incluso eliminando a Marcos.

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El desenlace, sin embargo, subvierte el género del thriller clásico: no vence el más rápido ni el más fuerte, sino el más humilde. Marcos —el niño excluido, castigado y comprendido apenas por su madre— se convierte, sin saberlo, en el eje moral de una tragedia que desnuda la violencia, la corrupción y la inocencia perdida de un país que apenas empezaba a crecer desde sus vertiginosos viaductos.

Capítulo 1. El Robo del Banco de Santander


Corría el año de 1970, y Bogotá era un torbellino de tensiones, con el aire cargado de smog y el eco de las protestas por el fraude electoral de abril resonando en las esquinas. Los adoquines del centro, gastados por el paso de trolebuses y peatones, olían a café tostado, gasolina quemada y el hedor de los vendedores ambulantes mezclado con colonia. Luis, hijo de Matías, había dejado atrás las calles arboladas de Bucaramanga, con sus parques de ceibas frondosas y el murmullo de sus quebradas, para hundirse en el bajo mundo de la capital. A sus veintidós años, con el rostro bronceado por el sol y una mirada que mezclaba audacia con cautela, se había asociado con tres maleantes: Gil, flaco astuto de ojos hundidos y sonrisa aristocrática, con una cojera causada por una caída amorosa desde un segundo piso; Manolo, corpulento, con una risa que retumbaba como un motor viejo; y Pablo, silencioso, con un cigarrillo siempre colgando de los labios, el humo enroscándose como un secreto. 

Juntos desvalijaban autos que llevaban a los talleres de Paloquemao, donde el vaho a grasa y hierro impregnaba el aire, y asaltaban casas del antiguo norte, en barrios como Palermo, Chapinero Alto y El Chicó, revendiendo electrodomésticos en las tiendas de empeño de la carrera Décima en San Victorino, donde el tintineo de monedas y los gritos de los vendedores llenaban el mercado.

Una noche de abril, bajo un cielo negro como el carbón, planearon un robo en una mansión del barrio Rosales, en la calle 72 con carrera Segunda: una casa de dos pisos, con rejas altas y jardines que exhalaban vapores del jazmín y el césped húmedo.

Luis, experto en cartografía y diseño, lideró el plan. Matías, su padre, antiguo chulavita y conductor diestro del Catastro, le había inculcado el arte de calcular rutas y prever escapes, lecciones grabadas como las líneas de un plano.

—Siempre ten una salida, mijo —le decía Matías, su voz rasposa por el aguardiente, mientras conducía por las curvas de Bucaramanga, las luces de la ciudad reflejándose en el parabrisas—. Las calles son un tablero, y tú tienes que mover las fichas primero.

La mansión estaba vacía, según informes que compraron a los mendigos del barrio, sus dueños de vacaciones en Miami, pero un perro de la mansión contigua los presintió extraños y ladró sin cesar. Los vecinos, alertados por el ruido del can, de los vidrios rotos y de los pasos apresurados, llamaron a la policía. Los cuatro se habían colado por una ventana trasera, forzando la cerradura con un destornillador que destemplaba el silencio. El suelo de madera crujía bajo sus pasos, el olor a cera de los muebles mezclándose con el sudor de sus nervios. Luis, con una linterna pequeña, guiaba el camino, su haz de luz cortando la penumbra como un cuchillo. Manolo cargaba un saco con candelabros de plata y un reloj de pared que tictaqueaba como un corazón ansioso, gruñendo por el peso. Pablo descolgaba un cuadro, sus manos temblando ligeramente, mientras Gil vigilaba la entrada, sus ojos escaneando las sombras del jardín.

—¡Rápido, no tenemos toda la noche! —masculló Gil, su voz un siseo que cortaba el aire.

El botín era un tesoro: un televisor de tubo que pesaba como un mueble, una nevera pequeña, un tocadiscos con discos de vinilo apilados, joyas que brillaban en vitrinas de cristal y un par de candelabros de plata que destellaban bajo la luz de la linterna. Luis señaló el camión de trasteos estacionado en la calle, un poderoso Mack R-600 que habían robado, con su motor rugiendo como un rinoceronte desafiante. Cargaron todo en la parte trasera, los objetos chocando entre sí con un ruido sordo, y subieron de un salto. Pero las sirenas ya ululaban a lo lejos, un aullido que se acercaba como un enjambre.

—¡Los vecinos! —gritó Luis, maldiciendo por lo bajo, y arrancó el camión.

Bajó por la Calle 72, el motor ronroneando, y giró hacia la Carrera 15. En 1970, la Carrera 15 era una vía amplia, recta, casi una autopista, con pocos carros y faroles parpadeantes que iluminaban el asfalto mojado por una llovizna fina. Las patrullas los seguían, sus luces rojas y azules destellando en los espejos retrovisores, las sirenas cortando la noche como cuchillos. Luis aceleró, el camión vibrando, los neumáticos chirriando contra el pavimento. Para frenar a las patrullas y aligerar el peso, gritó:

—¡Tiren los trastos!

Manolo y Pablo, desde la parte trasera, comenzaron a arrojar los electrodomésticos. El televisor impactó contra una patrulla, el vidrio explotando en mil pedazos, fragmentos brillando bajo los faroles. El tocadiscos voló, golpeando el parabrisas de otra patrulla, que patinó y chocó contra un poste, el metal crujiendo. En la Calle 85, Manolo lanzó la nevera, que rodó por el asfalto con un estruendo y dio a un policía que corría a pie, intentando bloquear la vía. El impacto lo arrojó contra el pavimento, dejándolo atontado en la calle. La multitud, reunida en las aceras, gritó horrorizada, sus voces mezclándose con los chillidos de los frenos.

—¡Sigan tirando! —ordenó Luis, el sudor corriendo por su frente, las manos apretando el volante.

Llegaron a la Calle 100 con los candelabros y joyas aún traqueteando en el camión, y ascendieron hasta que giró hacia la Carrera Séptima, de vuelta hacia el sur. La Séptima era un caos de buses, trolebuses y peatones, el olor a gasolina y comida callejera impregnando el aire. Las patrullas, retrasadas por los escombros, perdieron terreno, pero sus sirenas aún resonaban. En la Calle 93, Luis se pasó el semáforo en rojo y tomó la carretera empinada hacia La Calera, los pinos y eucaliptos alzándose como centinelas oscuros, sus ramas proyectando sombras que danzaban bajo la luna. Las patrullas los alcanzaban, disparos rompiendo los vidrios del camión, las astillas volando como insectos. El aire se llenó de olor a pólvora, y Luis, viendo que los rodearían, gritó:

—¡Este es el plan B de escape! ¡Agárrense!

Giró el volante con fuerza, lanzando el camión al precipicio. Los árboles crujieron al chocar contra el metal, deteniendo el vehículo en un ángulo imposible, los candelabros y joyas rodando en la parte trasera. El olor a gasolina inundó el aire, un charco viscoso formándose bajo el chasis. Luis, Gil y Pablo salieron tambaleándose, sus ropas rasgadas por las ramas, pero Manolo, atrapado en la cabina, gritó, su voz ahogada por el pánico.

—¡Sáquenme! —rugió, golpeando el vidrio con los puños.

Titubearon a escasos diez metros del Mack, cuando una chispa encendió la gasolina, y el camión explotó en una bola de fuego que iluminó la noche, el calor abrasando sus rostros. Manolo no salió. El olor a su carne quemada y metal fundido se mezcló con el humo, y el rufián sintió que por primera vez aspiraba la violencia reservada a sus víctimas. 

Luis, con el corazón en la garganta, corrió con Gil y Pablo entre los árboles, el suelo húmedo resbalando bajo sus pies, hasta un riachuelo donde se escondieron. El agua helada calmaba sus heridas, pero no la culpa que pesaba como una piedra en el pecho.

—Esto fue una mierda —jadeó Pablo, escupiendo sangre, el cigarrillo apagado colgando de su boca—. No más casas.

Luis, mirando el reflejo de la luna en el agua, asintió, su respiración entrecortada.

—Esto merece una venganza sanguinaria que nadie va a olvidar —dijo Gil, su voz firme, aunque temblaba por dentro—. Vamos por un banco, o por la toma de una embajada.

—Mejor aún —repuso Luis, el recuerdo de la carne chamuscada de su amigo aún en su memoria—, la Presidencia.

Pablo, limpiándose el sudor de la frente, alzó una ceja, sus ojos brillando con un destello de locura.

—¿Un banco? ¿Estás loco? —preguntó, su voz un murmullo áspero.

—No si lo hacemos bien —respondió Gil, recordando las historias de sus colegas de fechorías sobre golpes audaces, contadas en las noches de Ciudad Bolívar bajo el zumbido de un ventilador—. Pero hay que cubrirnos. Necesitamos un motivo que no huela a robo común.

Gil sonrió, sus dientes amarillentos brillando en la penumbra, y sacó un folleto arrugado del bolsillo, junto con una lista de frases garabateadas en un papel sucio.

—Política —añadió, desplegando el folleto del Manifiesto Comunista—. En la cárcel me enseñaron un truco: si gritas arengas políticas, no te dan más de cinco años, no importa qué hagas. Asesinato, secuestro, robo… Si lo haces a nombre de la oposición, la ley es blanda.

—¿Qué mierda es esa? —preguntó Luis, frunciendo el ceño, sus manos aún temblando por la adrenalina.

Gil señaló las frases en el papel, su dedo manchado de tierra.

—Esto —dijo—. Si algo sale mal, gritas: ‘Viva el 19 de abril’, ‘Abajo el Frente Nacional’. Nos hace ver como rebeldes, no como vulgares rateros. Nos protege.

Luis tomó el folleto, el papel áspero bajo sus dedos, y lo guardó en su chaqueta, el crujido sonando como una promesa rota.

—¿Y cuál banco? —preguntó Pablo, encendiendo otro cigarrillo, el humo mezclándose con el olor a tierra mojada—. ¿O qué embajada?

—El de Santander, en la Séptima, a unos pasos del Museo del Oro —dijo Luis, su mente trazando el plan como un mapa—. Nadie lo atraca por estar en el centro, demasiado vigilado. Pero eso lo hace perfecto. Nadie lo espera.

La Séptima, con sus trolebuses traqueteando, vendedores de lotería gritando y oficinistas apresurados, era el corazón palpitante de Bogotá. El Banco de Santander quedaba sobre la icónica Carrera Séptima, entre las calles 15 y 16, a un costado del Parque Santander, frente al reluciente Edificio Afianca, y a dos cuadras del Banco de la República. Su fachada gris con ventanas altas que reflejaban el cielo nublado, parecía inexpugnable, pero Luis había estudiado sus rutinas: guardias aburridos que fumaban en la entrada, cajeros distraídos contando billetes, una puerta trasera usada por los carteros para entregas. 

El plan tomó forma en un cuarto de hotel en San Victorino, entre botellas de aguardiente vacías y el olor a tabaco rancio que impregnaba las paredes. Decidieron disfrazarse de carteros, con uniformes robados de una lavandería en Paloquemao, y usar medias para cubrir sus rostros, convirtiendo sus facciones en sombras deformes. Tomarían mujeres y niños como rehenes, escogidos al azar en la calle, para evitar resistencia. Dos sacos de correo, grandes como costales de arroz, esconderían el botín.

Pero la verdadera genialidad —lo que haría que la policía y la ciudad entera miraran hacia otro lado— era el distractor.

—Necesitamos un caos —murmuró Luis, señalando con la botella vacía hacia la ventana, en dirección al Edificio Afianca—. No una alarma, no un tiroteo. Algo tan grande que consuma a todos los bomberos, a toda la policía, a todas las miradas.

La idea era a la vez simple y monstruosa: un incendio en el edificio más moderno de Bogotá. No un fuego cualquiera, sino uno que pareciera tragedia nacional. Gil, que había trabajado brevemente en mantenimiento allí, conocía los ductos y cuartos técnicos de los pisos altos. La clave no era la gasolina ni la pirotecnia, sino forzar una saturación de humo y calor en altura con ignición retardada, de manera que el propio protocolo de emergencias hiciera el resto: sirenas, evacuaciones, cámaras; todo el centro mirando hacia arriba. El humo, visible desde media ciudad, sería la cortina perfecta.

La mañana del 23 de julio de 1970, una llovizna fina mojaba los adoquines de la Séptima. Luis, con la media enrollada en el bolsillo, ajustó su gorra de cartero. A las 10:58 a. m., justo cuando entraban al banco, un estruendo sordo —más un gruñido profundo que una explosión— sacudió los vidrios de la fachada. Desde la ventana del banco, se vio una columna de humo negro y espeso empezar a brotar de los pisos altos del Afianca. Las alarmas del rascacielos se activaron primero; en cuestión de segundos, las de los bomberos de toda la ciudad. El caos en la calle fue instantáneo: oficinas desocupadas, transeúntes agolpados mirando al cielo, el tráfico hecho un nudo. 

El robo —pensó Luis— sería, con suerte, una nota a pie de página.

Justo cuando él y sus secuaces atravesaron el umbral de aquel banco fundado en honor al general Santander, desde los pisos superiores empezaron a caer cuerpos de la torre en llamas. 

La multitud estalló en gritos cuando uno de ellos impactó contra el suelo y alcanzó a una vendedora de billetes de lotería. La escena quebró la plaza: hubo carreras, sollozos y un silencio denso antes de las sirenas.

Dentro olía a papel viejo y tinta; los ventiladores zumbaban en el techo como insectos.

Luis señaló a una mujer joven con un niño en brazos. Gil la tomó del brazo, el cañón del revólver presionando su espalda.

—No grites —susurró Gil.

Pablo agarró a una anciana que esperaba en la fila. Al ver las medias, los clientes se congelaron. Luis disparó una vez al aire; el estruendo retumbó en el mármol.

—¡Todos al suelo! —gritó—. ¡Esto no es un robo, es justicia!

Los cajeros, temblando, abrieron las cajas; los billetes cayeron como hojas secas. Luis llenó los sacos; Gil y Pablo vigilaban a los rehenes. 

Afuera, el mundo ya era otro: sirenas, megáfonos, chorros de agua abriendo abanicos sobre la avenida, el parque cubierto de un polvillo oscuro que descendía desde lo alto. La multitud apretaba las rejas para mirar “lo del Afianca”, y la Séptima se volvió un cuello de botella de camillas, mangueras y curiosos. Nadie reparó en los carteros.

Luis salió por la puerta trasera, los sacos al hombro, y se disolvió en la multitud. El olor a gasolina de los buses y el griterío de lotería lo protegían. Las autoridades entraban y salían del edificio tropezando con los curiosos. El espectáculo ya era una pesadilla mediática: las unidades móviles de televisión, con sus antenas desplegadas, se montaron en las gradas del Parque Santander, transmitiendo en directo. Las imágenes granuladas mostraban la fachada ennegrecida y figuras desesperadas asomándose por huecos abiertos. Un cuerpo cayó y el grito colectivo recorrió la plaza.

Luis también lo vio, y un escalofrío le recorrió la espina dorsal. Él había orquestado el caos, no esa intimidad de la muerte en esa pantalla. Rio de su propio ingenio, convencido de que aquellos desdichados ni siquiera sabrían que morían por el bienestar de una banda de pícaros; pero la risa se le quebró en la garganta al recordar que las cámaras también preservaban rostros.

Mientras se mezclaba con la gente camino a su Fiat robado, un reportero joven —chaqueta ridícula, micrófono en mano— lo interceptó. Detrás, un camarógrafo lo enfocó, captando el uniforme de cartero manchado de hollín.

—Disculpe, señor cartero —lo urgió—, ¿desde hace cuánto está aquí? ¿Qué ha visto?

Luis, con el corazón en la garganta y el peso de los sacos como una culpa tangible, se encogió de hombros, evitando la lente.

—¡Es una tragedia nacional! —mintió, la voz ronca por el humo—. Mi trabajo es mantener a salvo la correspondencia del edificio.

—¿Alguien ha escapado? ¿Ha visto los bomberos en acción?

—¿No puede entrevistar a alguien que no esté trabajando? —murmuró, zafándose por fin y perdiéndose entre la multitud, sintiendo la mirada fría de la cámara en la espalda como una segunda condena.

En un apartamento desordenado, Matías Argüello veía la transmisión en su televisor Philips: la fachada en llamas y ese cartero con el rostro tiznado, la mandíbula conocida, la forma de encogerse de hombros.

—Luis —masculló, el vaso de whisky detenido a medio camino.

Era su hijo. Su propio hijo, en medio de esa carnicería que estaba orquestando. Rio, orgulloso de la sevicia, consolado —como todo bandido— con la idea de que mueren más hombres en cualquier guerra que en el incendio colateral de su robo magistral. Que apareciera en pantalla como testigo casual le daba un barniz de heroísmo digno de Robin Hood. Pero también era una publicidad involuntaria y letal.

—Maldita sea —rugió, arrojando el vaso contra la pared—. ¡Apaguen esa cámara! ¡Saquen a ese imbécil de la pantalla!

Dentro del banco, el cajero joven de gafas gruesas alcanzó la alarma, pero su chillido se perdió en la sinfonía de sirenas. Gil, furioso, giró hacia él.

—¡Viva el 19 de abril! —gritó, y una bala le destrozó sus anteojos.

La sangre salpicó el mármol. Gil y Pablo, arrancándose las medias, corrieron hacia la salida. La policía, desbordada por el incendio, apenas tenía un par de agentes confundidos en la entrada. Una ráfaga los recibió. 

Luis, ya en la esquina de la Calle 14, habiendo escapado del reportero, apretó el paso con los ojos irritados por el humo. Llegó al Fiat azul estacionado dos cuadras abajo, en la Carrera Novena. Abrió el baúl, arrojó los sacos y cerró. Un agente, con el rostro ennegrecido, lo interceptó.

—¡Circule, hay un incendio! —le ordenó, mirando hacia la torre—. ¡Afianca se está viniendo abajo!

Luis asintió y arrancó, perdiéndose en el caos del tráfico desviado, los sacos ocultos en el baúl como un secreto ardiente y la imagen de aquel cuerpo cayendo clavada en la memoria.

En el banco, Gil y Pablo salieron con dos cajeras como escudos. La policía, reforzada pero nerviosa, los rodeó.

—¡No disparen, hay rehenes! —ordenó el oficial.

Pero un muchacho apretó el gatillo. La bala alcanzó a Pablo en la frente. Gil, en un arranque, disparó a la pierna de la cajera.

—¡Abajo el Frente Nacional! —vociferó, mientras la mujer se desplomaba.

Aprovechando el tumulto de auxilios, Gil corrió entre humo y gente hacia la Décima. Llegó al punto acordado, pero el Fiat de Luis no estaba.

—¡Maldito! —gritó, la voz quebrándose en el aire enrarecido.

Viendo a los agentes acercarse, levantó las manos; el revólver cayó con un golpe metálico.

—Soy opositor del gobierno —declaró—. ¡Lo que hice no es diferente de lo que hicieron Bolívar y Camilo Torres!

La multitud, enfurecida y traumatizada por el incendio, le pateó, lo mechoneó y le arrojó piedras hasta que un obrero lo pateó en la cara. Cayó aturdido y lo arrastraron esposado entre gritos de “¡Asesino!”.


Meses después, en el juicio, Gil permaneció en silencio. Su abogado —traje gastado, voz encendida— lo defendió con fervor, enlazando el robo al “clima de opresión”.

—Este hombre no es un criminal —arguyó—. Es víctima de los ricos, de los blanquitos que desde Miami desprecian a los pobres. ¡Y nadie ha probado que tuviera conexión con el incendio del Afianca! ¡Es un paladín de la justicia social!

El juez, sensible al clima político, lo sentenció a ocho años en la Cárcel Modelo. Desde su celda, con olor a humedad y orina, Gil envió un mensaje por un preso que salía:

—Dile a Luis que lo del banco se puede dejar pasar —susurró, con rencor frío—. Pero las piedras que son mías, que me las cuide. 

Luis, que había regresado a Bucaramanga, escondió los sacos de dinero bajo el colchón de su cuarto, en la casa de Matías, en el barrio San Miguel, de calles sombreadas por ceibas y casas de tejas rojas. La ciudad, con sus parques verdes donde los niños jugaban bajo la sombra de los árboles y el aroma a pan de yuca flotaba desde las loncherías, era un refugio temporal, un contraste con el caos de Bogotá. Cada noche, al acostarse, Luis sentía el crujido de los billetes bajo el colchón, un símbolo de poder que lo mantenía despierto, temiendo que alguien descubriera su secreto. El peso del dinero era como una cadena, atándolo a la culpa de la sangre derramada: el policía en la Carrera 15, el cajero en el banco, Pablo en la Séptima.

Una tarde, Matías llegó a casa, su rostro enrojecido por el sol y el aguardiente, y arrojó su sombrero al suelo, el ala gastada rodando por el piso de baldosas.

—¡Me despidieron, carajo! —gritó, pateando una silla, que se tambaleó con un crujido—. Un malnacido me denunció por tomar trago en el trabajo. ¡Como si en doce años hubiera manejado sobrio alguna vez!

Luis, sentado en el comedor, con el aroma a mute flotando desde la cocina, lo miró en silencio, su mente aún en las calles de Bogotá.

—Saca la plata, mijo —dijo Matías, su voz baja pero firme, sentándose frente a él—. Vamos a comprar un taxi. ¿Si no, de qué otro modo vivimos?

Luis, que sabía que su padre era capaz de echarlo de la casa, o incluso de matarlo si se negaba, se levantó y fue a su cuarto. Levantó el colchón, el tufo a tinta y sudor de los billetes llenando el aire, y extrajo una parte del botín, los billetes arrugados como hojas secas. Contó lo necesario, cada billete un recordatorio de la sangre que costó, y se lo entregó a Matías. 

Compraron un taxi Ford Custom 500, modelo 1971, de latonería negra cromada y techo blanco bordeado de rieles metálicos. El Cucal, como lo llamó Matías, descollaba en las calles de Bucaramanga: el motor, tan silencioso y tan gallardo, según dijo Luis, trayendo a colación el único libro que había leído en su escuela primaria —El convidado de piedra, de Tirso de Molina—, como don Juan en su caballo del Siglo de Oro de las letras castellanas, galante con las damas, vestido de traje negro y golas blancas.

Lo más costoso fue el pago de la matrícula del taxi, que consumió por completo el botín de Luis, siempre calculando que su parte fuera no un tercio del botín, sino la mitad. Al cabo de un tiempo Matías se hartó de vivir ya no de un salario, sino de carreras individuales, y declaró que en Bucaramanga un trabajo como taxista no bastaba para sobrevivir. A diferencia de Bogotá, que empleaba taxímetros, las carreras en Bucaramanga eran cortas y los pasajeros lo trataban a menudo como a un sirviente. ¡A él, que había tenido en sus manos la vida y muerte de pueblos enteros cuando fue empleado del gobierno de Laureano Gómez! 

Cada orden repetida era para Matías un recordatorio constante de su precariedad. 

Aplazando la vendetta que tenía contra David Saint-André, cuya familia acosaba con sus rondas por el barrio Diamante, Matías anunció a su hijo que había cancelado su contrato de arrendamiento. 

—Volveremos a Bogotá —dijo cierta noche en la sala, limpiando su revólver Colt, el ventilador zumbando como un insecto atrapado.

—¿Un banco más, papá? —preguntó Luis.

—Uno grande —asintió lentamente Matías con una botella de aguardiente en la mano, sus ojos vidriosos—, y nos retiramos.

—Tengo ya una idea —exclamó Luis—. ¡El banco Alianza! ¡Se le acusa de estafar a los ancianos con costosas pólizas de jubilación para quienes llegen a sus ochenta años! Al final salen con curvas y solo les dan una miseria.

—Planea bien, mijo —dijo, su voz cargada de cansancio—. Como te enseñé. Pero no dejes cabos sueltos.

Luis asintió y guardó silencio unos segundos, midiendo la distancia entre lo dicho y lo por venir. Se mudaron a Bogotá y, sin escrúpulos, invirtieron la porción del botín que no les pertenecía; arrendaron un apartamento en un bloque de ladrillo rojo, pulcro y reciente, en el barrio Fontibón, a pocas cuadras del aeropuerto El Dorado. Desde el balcón se divisaba un puesto de frituras con un letrero pintado a mano: “El Palacio del Colesterol”, y las paredes cercanas estaban manchadas por grafitis revolucionarios.

Matías condujo un taxi durante varios meses. Entre semáforos y pasajeros que hablaban de lo cotidiano, llegó a plantearse —aunque fuera por un rato— llevar una vida honrada. Contaban números: del botín debía salir la parte que le correspondía a Gil, la cual tenían que entregarle en 1978, cuando su condena terminara. Esa cuenta pendiente pesaba en las conversaciones y en los silencios compartidos entre padre e hijo.

Una noticia desde la Presidencia les heló la sangre. Gil había quedado en libertad por una amnistía política decretada por el presidente Alfonso López Michelsen. La Cárcel Modelo abría sus puertas y los rumores corrían como pólvora: Gil, ya en la calle, se habría incorporado a una organización con tentáculos en San Victorino, en Paloquemao y en las tabernas de la Carrera Quinta. Su frase —”las piedras que son mías”— resonaba en la cabeza de Luis como una amenaza envuelta en sentencia, un eco de las deudas que lo perseguían.

Aquella tarde sonó el teléfono del apartamento. El timbre cortó la quietud.

—¡No contestes! —exclamó Matías desde la cocina, sin mirar—. ¿Quién puede ser a estas horas?

Luis tomó el auricular con la voz tensa.

—¿Aló? —dijo. La autosuficiencia se le quebró un instante en un pálido estupor—. Sí… Mire: invertimos con mi padre una parte de su botín en un taxi para un nuevo golpe. ¿Usted… podría participar? No, escúcheme: esta vez no lo voy a abandonar. Nunca lo hice. ¡Un policía me sacó de allí! —sus palabras salieron atropelladas, como si tratara de justificarse y prometer a la vez—. ¡Escuche!

El ritmo de la llamada fue apremiante; como consecuencia el miedo se instaló en su hogar. Temiendo represalias y conscientes de que su rastro estaba demasiado caliente, decidieron marcharse de la ciudad: cuarenta y ocho horas para preparar la huida.

Esa noche despidieron la capital con una embriaguez deliberada. Fueron a una taberna en la Carrera Quinta donde el tufo a licor y a sudor se mezclaba con una cumbia que una agrupación interpretaba. Entre mesas pegadas y vasos medio vacíos, dos meretrices de vestidos ceñidos y risas estridentes compartieron su mesa; las uñas pintadas brillaban bajo la luz tenue como pequeñas banderas. Gastaron más dinero del Banco de Santander en aguardiente, brindis, media hora con meretrices en un cubículo y promesas vanas. El dinero se fue como el humo de los cigarrillos que Pablo ya no fumaba —un nombre que flotó entre ellos, sin explicación.

Al alba regresaron al edificio: el bloque de ladrillo rojo, pulcro y silencioso. Apenas cruzaron la calle, una explosión rasgó el aire. Las ventanas estallaron en una lluvia de cristales; las llamas lamieron cortinas; el estruendo les retumbó en los oídos. El olor a gas se mezcló con los gritos de los heridos; cenizas y escombros llenaron la calle. Bajo sus botas, los vidrios crujieron.

—¡Nos querían muertos! —gritó Matías, tirando del brazo de Luis con la urgencia de quien arrastra consigo la necesidad de sobrevivir.

Corrieron sin mirar atrás, subieron al taxi y huyeron por la autopista. El motor rugía como un animal herido. Los cerros orientales se desvanecían en la neblina matinal mientras dejaban atrás a Bogotá.


Al amanecer llegaron a Tunja. Exhaustos, buscaron el Telecom. El frío de la plaza mayor se colaba en los pasillos altos del edificio, donde la gente hacía fila con papeles arrugados en la mano. Luis escribió el número de Asdrúbal en un formulario y lo deslizó bajo la ventanilla de la operadora. Ella lo miró apenas, tomó el papel y desapareció entre cables y tableros.

La espera fue tensa. Luis se sentó en una banca de madera, con Matías fumando en silencio a su lado. Al cabo de unos minutos, una voz femenina resonó desde el mostrador:

—¡Luis! ¡Cabina ocho!

Luis se levantó de golpe y caminó hacia la cabina asignada. El teléfono negro, pesado, sin disco, ya estaba conectado. Levantó el auricular y, tras un segundo de ruido metálico en la línea, escuchó la respiración al otro lado.

—Asdrúbal… necesito que nos consigas un sitio —dijo en voz baja, como si todavía alguien pudiera oírlo—. Una casa amplia, con garaje, intrazable. Si puede ser, en un barrio de invasión del norte. Un lugar donde nadie nos moleste.

El silencio que vino después fue corto, con el peso de quien entiende la urgencia sin pedir explicaciones. Luis colgó despacio, con la certeza amarga de que su amigo se encargaría.


Llegaron a Bucaramanga con la respiración entrecortada y el mapa del miedo aún fresco. La ciudad los recibió con parques verdes, niños jugando y el aroma espeso del chocolate. Pero Luis sabía que no podrían quedarse quietos: la advertencia de Gil era una sombra que todo lo atravesaba.

En el nuevo refugio, mientras un ventilador giraba lentamente en el comedor, golpearon a la puerta. Entró Asdrúbal: de mediana estatura, rizado, con el cabello largo casi femenino y unos ojos gatunos que parecían siempre entrecerrados en una burla muda. Caminaba con la familiaridad de quien nunca pide permiso y con la seguridad de quien siempre trae un camino alterno. Era el amigo entrañable de Luis desde la infancia, compinche de robos y extorsiones.

Recordaron juntos las veces que habían ido al Diamante a amedrentar al hijo de David Saint-André, aquel que había conseguido que Matías perdiera su puesto como chofer en el Instituto Agustín Codazzi. No eran simples bravuconadas: era un ajuste de cuentas que debían saldar, así como Gil quería saldar el suyo. En el mundo del hampa nadie se sale con la suya. 

Rieron también con otra anécdota: la ocasión en que se volvieron casi célebres en los corrillos, cuando robaron sendas motocicletas aparcadas a las afueras de una venta de Yamaha. Se las llevaron con tal destreza que los dueños ni siquiera se percataron hasta mucho después. Fue un golpe rápido, limpio, que corrió de boca en boca como ejemplo de audacia descarada.

Matías los observaba con la mezcla de severidad y cariño propia de un hombre curtido. Dejó que hablaran, que recordaran, y solo entonces intervino con voz firme.

—No hay que huir en estos casos. Lo que debemos planear es una vida tranquila, y cuando ya Gil nos localice, una tregua, una falsa paz que será en realidad una emboscada cuidadosamente tramada. Gil puede ser muy listo, pero no deja de ser un gil.

Padre, hijo y compinche rieron por la ironía de la alusión al origen gallego de su enemigo. La risa fue breve, densa; un paréntesis contra la tensión. 

Por ahora decidieron manejar el taxi entre los tres, arrendar un apartamento con documentos falsos y esperar bajo una bandera blanca: una apariencia de paz para moverse sin levantar sospechas.

—Si te lo encuentras, le hablarás como a tu mejor amigo —ordenó Matías—. Le dirás que yo tenía una guaca escondida, un ídolo indígena de oro y esmeraldas que encontré enterrado en el patio de mi casa, y que con gusto le daremos su parte. Conozco el alma de todo bandido; morderá el anzuelo. 

—¿Y la vuelta del barrio El Diamante? —preguntó Asdrúbal con ojos vidriosos por el prospecto de estrangular a aquel niño de ojos gigantes e inocentes. 

—Los usaremos de carnada —masculló Matías con ojos repentinamente siniestros—. Pero no nos apresuremos.

Asdrúbal comenzó a reír tímidamente, Luis lo secundó con más fuerza, y al final los tres estallaron en una carcajada macabra, torturadora, siniestra.  

Matías tomó un tablero de ajedrez y colocó las piezas con la calma metódica de quien organiza una intriga más allá del bien y del mal. 

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