Andes Gótica: la novela que abre el ataúd del siglo XIX para entender el XXI


 Andes Gótica  - El siglo XIX colombiano respira aquí como un organismo vivo y febril, impregnado de contradicciones que laten en cada página. Lo histórico se transfigura en carne palpitante, en sangre que mana de alianzas secretas y de silencios cargados de traición heredada. 


El terror surge de la sustancia misma del país, de sus instituciones nacientes, de su euforia modernizadora que exhala vapor de fiebre. Esta novela ejecuta un exorcismo con la exactitud implacable de un bisturí y la resonancia sagrada de un profeta que convoca lo inefable.

El autor escribe como quien ha capturado un nombre prohibido en la penumbra de un cementerio. Convoca el pasado con la fuerza de un ritual ancestral. Al invocarlo, desvela una verdad que ilumina: el siglo XIX latinoamericano persiste en nuestras venas abiertas y fluye hacia el presente como un río subterráneo. El vampiro llega hablando alemán perfecto, portador de patente de corso y de maletas repletas de Schopenhauer y de la sombra de Bismarck.


El escenario se despliega entre Bucaramanga, Bogotá y Körpen, desde 1830 hasta 1883. La capital santandereana se forja al borde del colapso moral, donde el perfume del café recién tostado se mezcla con el hedor metálico de la sangre vertida en acuerdos tácitos. Entre epidemias de cólera, negociados opacos, litigios diplomáticos y un fervor modernizador que huele a delirium, irrumpe la figura más perturbadora de la literatura colombiana reciente: el barón Otto von Genipperteinga.


Y sin embargo, lo monstruoso en él no es lo que la leyenda vampírica sugiere, sino su absoluta modernidad. No sólo bebe sangre, sino también autonomía. No se esconde de día: firma decretos. No necesita ataúdes: necesita bancos, escuelas, hospitales, minas, ferrocarriles. Cada institución que funda es una cánula insertada discretamente en la arteria del país.


Ingeniero prusiano de mirada glacial como los fiordos bálticos, forjado en academias donde la razón se afila como arma de soberanía, es un alemán tan perfecto que parece esculpido por una precisión demoníaca. Trae una doctrina que envuelve su ferocidad en ecuaciones: el perfeccionamiento racial mediante la arquitectura social. Lo monstruoso en él reside en su modernidad absoluta.

El barón absorbe autonomía tanto como vitalidad. Opera a plena luz, rubricando decretos y erigiendo estructuras. Sus instituciones —bancos, escuelas, hospitales, minas, ferrocarriles— funcionan como cánulas insertadas en las arterias de la nación emergente. Su elocuencia cautiva a las élites con promesas de higiene progresista, orden demográfico y pedagogías civilizatorias.

Las élites inclinan la cerviz, agradecidas por el adulto que llega a disciplinar la casa mestiza. Este barón encarna el vampirismo más insidioso del continente: aquel que se ejerce bajo el manto de la legalidad. Persuade a sus presas de que imploren el mordisco que las desangra.


En el polo opuesto se alza Tomás Fines, joven jurista bogotano nutrido en las luces de la Ilustración francesa, el ideario liberal y la devoción cristiana. Su drama nace de una conciencia excesiva para los tiempos que le tocaron habitar. Cree aún que la ley puede corregir la historia, que la razón doma la barbarie, que la fe ilumina la política.

 Andes Gótica lo sumerge en un laberinto donde tales certezas se resquebrajan. La justicia se transmuta en vindicta, la ciencia en superstición, la fe en mecanismo de dominación. Su linaje revela minas ocultas. Su heroísmo, conmovedor en su fragilidad, surge del temblor interior más que de gestas grandiosas.

Tomás aparece herido, celoso, altivo y a ratos ingenuo. Debe dilucidar si la justicia prevalece sobre la sangre, si la verdad demanda renuncia o inmolación. Su guerra se libra en el alma.


Desde los márgenes, donde late lo auténticamente humano, emergen figuras que sostienen la dignidad con terquedad ancestral. Macaregua, último taita yariguí, desequilibra la balanza moral con su mera presencia. Su memoria resiste el blanqueamiento de catecismos y códigos. Sus palabras preceden a Colombia misma.

María del Carmen sostiene la fe cuando las instituciones se derrumban. Su fuerza espiritual, nunca ingenua, contrarresta el cinismo ambiente. Alrededor orbitan indígenas, artesanos, obreros, clérigos, enfermos, viudas y diplomáticos que desvelan las strata invisibles de la nación.

Su resistencia se arma con lealtades arduas, memoria viva, silencios elocuentes y palabras irrevocables.

La maestría de Andes Gótica reside en la fusión armónica de historia, teología y horror gótico. Los integra sin jerarquías en un cosmos donde conviven realidades múltiples. Humillación ante imperios europeos, exterminio reducido a cifras, ensayos médicos con plantas visionarias, manipulación eclesiástica del temor, carrozas espectrales, sombras que exhalan aliento y ángeles armados de fulgor coexisten con naturalidad.


Lo sobrenatural funciona como instrumento cognoscitivo. Nombra lo innombrable. Restituye las partes amputadas del relato nacional. El gótico se erige como realismo moral en su expresión más cruda.


El lector contemporáneo reconoce cada sombra: la seducción por el civilizador foráneo, la élite local ansiosa de entregarse al capital externo, la noción de que el progreso justifica sacrificar pueblos enteros, la amalgama venenosa de religión, seudociencia y poder, la inversión perenne de víctima y victimario, la ausencia de una pedagogía de la memoria.



Andes Gótica levanta un espejo que quema. Muestra la continuidad profunda entre el siglo XIX y el XXI. Seguimos negociando el alma del país a cambio de proyectos de desarrollo.

Sus 470 páginas constituyen un desafío ineludible para quien busque reconfigurar la novela histórica latinoamericana. Amalgama horror, política, metafísica y archivo con rigor implacable y belleza perturbadora. Resucita el gótico desde nuestras propias ruinas continentales.



 
Andes Gótica  deja cicatrices intelectuales y espirituales. Ofrece una esperanza lúcida que interpela. Exige memoria. Exige discernimiento. Exige renunciar a la herencia del verdugo.
Andes Gótica solicita una sola cosa: mirada honesta.
Esa mirada inaugura el camino. Solo tras el enfrentamiento con el pasado surge la pregunta esencial:

¿Qué nación deseamos resucitar cuando por fin clausuremos el ataúd de lo que creíamos sepultado?

Leyla Margarita Tobías Buelvas


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