El Círculo, o de la violencia en Colombia

 


Este cuento, perteneciente a su libro "Confesiones de Difuntos", nos sumerge en las profundidades de la historia de Colombia, revelando los aspectos más oscuros de una nación marcada por la violencia. A través de fragmentos cuidadosamente seleccionados, Hugo Noël Santander Ferreira traza un recorrido por episodios históricos que nos confrontan con las consecuencias devastadoras de las acciones humanas y las fuerzas kármicas que gobiernan nuestro destino.

El primer fragmento nos introduce a un diálogo tenso entre Caj-Tuya y el patriarca Nan a las riveras del Río Magdalena, hoy Colombia, donde se develan las repercusiones de los actos cometidos por el primero. La traición, la venganza y la confrontación se entrelazan en una danza mortal, recordándonos que nuestras acciones pueden desencadenar un círculo vicioso de violencia y sufrimiento.

En el segundo fragmento, el Barón de Segovia, Josué Márquez, se ve inmerso en una misión peligrosa, enfrentando no solo los peligros externos, sino también las consecuencias de sus propias transgresiones. En esta exploración de intriga y peligro, se entretejen presagios de muerte y conspiraciones, recordándonos la fragilidad de nuestras decisiones y cómo pueden sellar nuestro destino.

El tercer fragmento nos sumerge en la historia de Antonio Márquez, un hombre en fuga tras cometer un crimen en medio de la lucha por la independencia. En su huida, se desvela la crueldad y la mutilación que acompañan a la violencia desatada por la guerra, confrontándonos con la deshumanización y la brutalidad de los conflictos armados.

Finalmente, en el fragmento situado en el año 2008, el autor nos enfrenta a la cruda realidad contemporánea de la violencia persistente. A través del mayor Gilberto Márquez, somos testigos de la corrupción y la brutalidad que acechan en el contexto militar. En esta exploración de degradación moral y deshumanización, se revela la lucha desesperada por sobrevivir en un mundo inmerso en un círculo de violencia aparentemente interminable.



1328


A la noche siguiente Caj-Tuya presentó su informe de batalla ante el patriarca Nan.

—¿Por qué ajustició a seis yariguíes?

—Nos atacaron —mintió Caj-Tuya—, ya se lo dije. 

—Su informe difiere del que recibimos de Ar-Jaj —Nan lo escudriñó—; ¿es cierto que su guía se identificó como un Yariguí?

Caj-Tuya comprendió que era inútil urdir otra mentira; se preguntó sobre las razones de la delación de Ar-Jaj. Su favoritismo hacia Makiga-Laj, otorgándole el comando de sus defensas orientales era sin duda la yesca de su animosidad.

—Así es, venerable Nan.

El patriarca suspiró en un gesto de impaciencia.

—¿Y usted lo presentó como un Caribe?

—¡No sabía que era el heredero de su trono!

El rostro enhiesto de Nan lo intimidó; coligió que también sería castigado.

—Mañana viaja a la ciudad de Mac-Nacté de los yariguíes —repuso Nan—; seis esclavos portarán sendos bultos de cacao y cien vestidos de fique. Los presentarán ante los padres del occiso como compensación por lo ocurrido.

—¿Me debo entregar también?

Nan asintió con un gesto adusto. 

Caj-Tuya sintió el firmamento caer sobre sus espaldas; gruesas lágrimas rodaron sobre sus mejillas.

—Usted es indigno de los guanes —repuso Nan—. Los honores son para los guerreros que batallan contra los fieros caníbales Caribes; en su lugar, usted asesinó a seis indefensos peregrinos, a quienes maquilló y presentó como adversarios.

Caj-Tuya crispó sus puños y regresó a su choza, en donde se despidió de su esposa y sus tres hijos.

A la salida fue abordado por Ar-Jaj y tres guerreros, quienes lo instaron a escaparse.

—¿A quién acusará cuando me vaya? —dijo a su antiguo amigo.

Alzó la vista y vio a Ar-Jaj caer al suelo estremecido por una lanza yariguí. Caj-Tuya se levantó con una mano traspasada por una flecha; un relámpago le permitió divisar a los guerreros que desde la colina arrojaban sus armas contra el poblado.

—¡Asesinos! —gritó una voz femenina.

—¡Caj-Tuya! —exclamó Nan antes de emitir un quejido quejumbroso.

Sólo entonces se percató que estaba desangrándose. Vio a la amazona buscarlo entre las chozas ardientes. 

—¡Maldito! —exclamó la guerrera con rostro descompuesto por un placer malévolo—. Soy la madre de Macu-bot.

—¡Misericordia! —exclamó Caj-Tuya retóricamente.

Sintió que estrujaban su cabeza hasta que reventaban sus ojos.

El rostro redondo de la matrona yariguí dibujaba una agria sonrisa bajo sus arqueadas cejas.


1551


—¿Con quien salgo? —preguntó el Barón de Segovia, Josué Márquez saltando de su hamaca.

—Con dos esclavos —dijo el comandante Alfinger entregándole un pergamino sellado—. Debe presentar esta misiva al representante de la Corona en Santa Ana de Coro. Es una misión peligrosa; la región está infestada de yariguíes.

Josué Márquez reculó desconcertado, coligiendo la razón por la cual su comandante lo privaba de su tren de cincuenta soldados y doscientos esclavos. Alfinger lo observó adivinando sus pensamientos.

—No es conveniente que parta —objetó Márquez con voz temblorosa—; los yariguíes podrían percatarse de nuestra ausencia y atacar el campamento de vuesa excelencia.

Alfinger hizo una señal y un indio robusto le entregó una totuma de frutas locales que exhalaban un aroma desconocido en Madrid y Roma.

—¿Es cierto que usted ha pasado tres meses con la misma india? —dijo Alfinger escupiendo las semillas de su manjar.

Márquez evitó aquellas pupilas azules que lo escudriñaban con una crueldad hasta entonces reservada a los nativos, traidores y desertores.

—No tengo inconveniente en partir —repuso Márquez hincándose a los pies de Alfinger.

Cebándose con una nativa, por más de dos noches, había violado el reglamento de la tropa 

Antes de montar su cabalgadura sintió que la tierra se abría ante sus pies; a medida que absorbía la certeza de su eventual muerte perdió el equilibrio y resbaló de su caballo. 

No maldijo: ninguno de sus colegas río ante su nefasto presagio. Quiso protestar, pero, haciéndose a la idea que su exilio en el mundo salvaje era en realidad una segunda oportunidad, se levantó haciendo acopio de su orgullo.

Se pertrechó y saltó sobre su corcel hacia el amanecer. Con un dejo de vergüenza cabalgó sin despedirse de quienes alguna vez fueron sus grandes amigos.

Su reducido cortejo de diez hombres lo esperaba junto al remanso de uno de los caminos de herradura que los indígenas habían construido uniendo los territorios actuales de Colombia y Venezuela.

Ascendieron un risco hasta adentrarse en sus nubes; hacia el mediodía reposaron junto a una laguna de aguas gélidas, en donde una flecha envenenada surcó los aires. Sus hombres huyeron en desbandada. 

Cayó al suelo y se percató que una flecha le había atravesado su garganta.

—A éste sus sirvientes lo condenaron —creyó oír decir al indio que pateaba su cadáver—; su comitiva lo dejó solo. 

—¿El títere de Ek-lalia? —preguntó el guerrero más anciano.

—Por cien lunas —dijo el indio mascando hojas de coca—. Le reveló en sueños sus intenciones y las del déspota que esclaviza a nuestras libertinas.

—Ahora deben atacar el campamento —intervino Ek-lalia, india de rostro redondo y cejas arqueadas.


1819


Luego de estrangular a Severino Álvarez, púber facineroso que descubrió su correspondencia con la corona española, Antonio Mujica daba rienda suelta a sus aprehensiones junto al cuerpo semidesnudo de Edelmina Márquez, su amante, viuda de Chinchote.

—¡Quería que me colgaran! —exclamó a modo de justificación.

—Severino jamás lo hubiera delatado —dijo Edelmina acariciando sus cabellos—; debe huir antes que se enteren que está conmigo.

“¡Traidora!” , musitó para sus adentros.

Su rostro se contrajo en un rictus de pánico al constatar que llamaba traidora a quien creyó amar.

—Severino era amigo personal del criollo Eusebio Santander —añadió Edelmina—; cuando lo descubran muerto vendrán por usted.

Antonio se levantó, se rasuró y vistió el traje de mercado de su amante, simulando sus senos con plumas de pisco. Salió y saludó a los peones de la esquina, percatándose de que no lo reconocían. Recibió la venia de un transeúnte y se internó por las calles menores hasta llegar al cementerio, en donde una de las barricadas de los patriotas le cortó el paso. Sintió la fiebre brotar en sus venas y tomó agua de un charco insalubre. Al cabo se internó montaña arriba al abrigo de la niebla y anduvo sin detenerse por dos tabacos; oteó a un grupo de soldados que acampaba a orillas del Pienta, justo en su punto más vadeable. La vertiente estaba furiosa abajo, por lo que decidió guarecerse a la sombra de un samán, en donde lo descubrieron y lo desnudaron; lo golpearon y lo vejaron.

Despertó en medio de la noche adolorido y sangrando por el ano. Incapaz de conciliar el sueño de nuevo por las nubes de zancudos, hurgó el barro de sus alpargatas con un trozo de madera. El verdor adquiría un fragor insoportable sobre los juncos, asiento de heces de fieras y ranas ponzoñosas. 

Un haz de luna iluminó el paisaje enseñando sus piernas pobladas de pequeñas costras sanguinolentas. Reconoció el ominoso graznido de una lechuza en lontananza. Nubarrones se alzaban al otro lado del río. Recordó la voz aterciopelada de Edelmina y se sumió en un letargo profundo.

—Todos vamos a morir —oyó—; no podemos impedir el avance de los refuerzos que batallan contra las tropas libertadores en Boyacá; sólo retardarlo.

Un rumor creciente lo obligó a deslizarse bajo unos arbustos espinosos. Contuvo su respiración.

—Tal vez sean varios —oyó paulatinamente cerca—. ¿No sería más conveniente regresar?

Una serpiente se deslizó sobre sus piernas y no pudo evitar emitir un gemido.

—¡Cállese!



Antonio sintió que el pulso de su sangre se detenía. 

—¿Con qué tenemos una damita desflorada? —preguntó un soldado de bigote prusiano, apuntándole con su bayoneta. Giró y sintió gruesas gotas de lluvia al compás de varios truenos.

—Antonio Mujica —repuso otro soldado calvo a espaldas de su captor—. ¡No sabía que le gustaban los hombres!

—Este fue el que mató a Severino—acotó Gilberto observando el cráneo afeitado de su víctima.

—Soy inocente —mintió Antonio tiritando de frío. 

—¿Quién se lo preguntó? —exclamó el soldado de bigote prusiano pateándolo en su vientre.

—¡Piedad! —sollozó Antonio levantando sus brazos—. ¡Severino se volvió loco! Soy un patriota de cepa. ¡Estoy disfrazado para retardar a los pastusos! ¡Hablen con el cura González!

—La viuda Márquez de Montejo lo venteó —carcajeó el soldado levantando su fusil—. ¡De pie! ¡Y no mueva las manos!

Antonio ocultó su desazón, cruzó lentamente sus manos sobre su nuca y se levantó.

—Podemos enviar la cabeza de este traidor a los chapetones —añadió el soldado de bigote prusiano—; ¿o lo colgamos de una vez, Collazos?

—Estoy solo...

Oyó un estruendo desde la boca del fusil y sintió un dolor agudo sobre sus labios.

—¿Qué hice? —creyó gritar Antonio saboreando sangre; entonces sintió caer un trozo de hueso desde su boca.

—¿Está usted loco? —exclamó Collazos—. ¡Desperdició una bala! ¡Mire cómo lo dejó! ¡Su quijada cuelga de un trozo de piel apenas!

—Quería huir —dijo el soldado de bigote prusiano desde la penumbra.

—¿No escucha el tronar de su cuerpo hinchado? —preguntó Collazos—; esos ventoseos no son del vientre, sino de su carne podrida; y mire su rostro afiebrado. Esas moscas incuban en su testa.

Antes de lamentar su mutilación, un rayo de luna se filtró a través de las nubes.

Antonio reconoció entonces ante sí el rostro del indio Collazos, hijo de los sirvientes de su casa, imagen viva de sus años mozos, de calva incipiente, patillas profusas y sonrisa ingenua.

—Arrodíllese y confiese a que vino —dijo su victimario enarbolando su bayoneta.

Trató de hablar, pero la sangre acumulada en su garganta se lo impidió. Entonces sintió la hoja de metal hundirse entre sus pulmones.

Giró sobre sí mismo y se hundió entre las babosas.



1879


Babilio García observó el tronco diminuto con cinco apéndices de su víctima y se preguntó si nuestro sufrimiento no era sino un esfuerzo por permanecer despiertos. Guardó el cráneo del Yariguí en su alforja, junto a los de dos niños y una mujer, y encendió un tabaco de cara al poniente.

Al atardecer presentó las cabezas sanguinolentas en el despacho de Esteban Mujica, mayordomo principal de Lengerke.

—Aquí tiene sus dos pesos.

—¡Son seis! —protestó.

—Niños e indias ya no cuentan.

García agachó la cabeza en un intento por ocultar su cólera.

—Le daremos un peso por las dos —añadió Esteban conciliatorio.

—Si no hay otra opción... —Babilio asintió contrariado,

—¿Cómo lo capturó? —preguntó Mujica con un dejo de irritación.

Había primero degollado a la niña y a su madre; por varias horas se habían agazapado en un arbusto, hasta la llegada del varón.

—Trató de huir saltando de copa en copa —mintió—. Y luego de bajármelo llegó su familia.

—¡Lo felicito! Su puntería ha de ser admirable.

Recibió los billetes con una respiración agitada que traicionaba su ansiedad; desde la caída del precio de las artesanías no había acumulado más de un peso en su bolsillo.

—¿Qué pasó con sus ruanas? —preguntó Esteban con aire socarrón.

—No voy a trabajar por mitad de precio —respondió García recordando que las elecciones para el cabildo habían transcurrido en la tarde—. Estoy esperando a los resultados de las votaciones, a ver si nos suben el precio.

—Ustedes falsificaron votos —dijo Mujica flemático—. Haremos un reconteo.

Babilio sonrió incrédulo, y tras masticar las palabras de Mujica intuyó que habían ganado. Reafirmó el triunfo de los Pico de Oro con varias preguntas y se refociló en la idea que los aranceles a las artesanías importadas le permitirían recuperar sus privilegios.

—Éste ha sido un día muy fausto, ¿sabe?

—Lamento no compartir su alegría —replicó Esteban con arrogancia—; el excelentísimo señor Lengerke no permitirá que un grupo de revoltosos, inspirados en la comuna de París, impongan precios a sus mercancías. 

—¡Bravo! —exclamó Babilio, sin reparar en los agravios de su interlocutor. 

—Pero —dijo Esteban Mujica con calculada crueldad—, ¿no se enteró de la muerte de Obdulio Estévez?

—¿Obdulio?  —la tez de Babilio palideció—. ¿Quién lo mató?

—Sus propios camaradas, según dicen.

—¡Embustes!

—El excelentísimo señor Lengerke ya envió cartas al comandante del ejército en el Socorro. Él, como todos los miembros del Club de Soto, no reconocen la autoridad del alcalde, miembro de esos parásitos de baja ralea, los Pico de Oro, manipuladores de las elecciones y...


—¡Eso está por verse! —exclamó Babilio sintiéndose reprendido, y sin esperar respuesta alguna avanzó hasta la puerta del despacho.

—¡Sueñe mientras viva! —escuchó con carcajadas a sus espaldas.

Avanzó a lo largo de la carrera principal con su sangre hirviendo; notó que los almacenes más prestantes cerraban sus puertas y que varias carrozas se alejaban raudas del centro de la ciudad. Se dirigió entonces a los locales adjuntos a la iglesia de San Laureano; al cruzar el portal del templo reconoció a Heist, un alemán de casi dos metros de estatura, quien a caballo y flanqueado por sus peones azotaba con su fusta a dos mozos imberbes que, a duras penas, arrastraban sendos fardos de tapetes de fique a lo largo de la calle.

—¡indios perezosos! —se desgañitaba Heist en castellano imperfecto—. ¿Ustedes se tomaron la tarde entera haciendo dos tapetes en fique? ¡Chismoseando lo de los muertos! ¡No la cena que yo les daré tendrán!

Babilio sintió náusea y entró al local de la esquina, en donde el alcalde Collazos departía guarapo con varios de los cabecillas del partido Pico de Oro. Su indeseado hermano, el bobo García, un púber de rostro alargado, tomaba de un cuenco de chicha en una esquina.

—¡Esos bastardos sólo saben razonar con plomo! — exclamó el artesano Collazos al verlo—. ¡Mataron a Obdulio Estévez y dicen que van a rechazar las elecciones!

—¿Quién es el embustero para cortarle la cabeza? — Babilio intervino—; alguien debió haberlo visto.

Collazos levantó sus cejas en un gesto de contrariedad.

—Fue un indio Yariguí que le lanzó una flecha desde los tejados —intervino el bobo de la ciudad con babas en la boca.

La concurrencia carcajeó al unísono.

—Puede estar seguro que el asesino asistirá al funeral en primera fila —dijo Collazos ignorando a aquel retrasado mental de nacimiento, hijo indeseado de los García.

—Nos desquitaremos con sangre —musitó Babilio, golpeando con el cacho de su revólver a su inoportuno hermano.

El blanco de su cráneo brilló por un instante, antes de que su sangre surgiera.



1901


—Aunque les ordenamos que no probaran bocado — balbuceó Severino Álvarez—, cuarenta y seis hombres no pudieron aguantar el hambre y devoraron un piquete de carne oreada envenenado. Capturamos a una de las propietarias de la finca.

Lo condujeron hasta la cocina, en donde Celia yacía golpeada, con un ojo colgando de su cuenca, casi inconsciente.

—Severino... —titubeó.

—¿La conoce? —preguntó Álvarez dilatando sus pupilas.

—Jamás la he visto —mintió disparando sobre su antigua amante.

Una hora después el humo de los cadáveres se perdía en las nubes que ocultaban las cumbres de los Andes.

El comandante Severino Álvarez ordenó que se cavara una fosa para la sepultura de sus hombres envenenados. Al anochecer supo del triunfo pírrico de Palonegro, con cerca de cien mil muertos entre las dos facciones. Desacatando las advertencias de sus subordinados montó a caballo con seis peones y se internó en el monte de vuelta a la liberal y derrotada Bucaramanga. Treinta kilómetros más adelante descubrió que los peones ya no lo seguían; quiso regresar, pero una gran roca le cortó el paso; antes de preguntarse si aquello era un derrumbe o una redada, un hombre calvo, alto y delgado de pómulos sobresalientes, tez pálida, ojos hundidos y bigote ralo lo encañonó desde un caballo.

—¡Coronel Antonio Márquez! —exclamó Severino.

—Usted no va a celebrar ningún triunfo —masculló su captor.

Luego de cabalgar sobre riscos recónditos protegidos por la niebla, llegaron hacia el crepúsculo a un claro de firmamento surcado por buitres.


Antonio observó, tras de si, el caballo encendido por el fuego del atardecer, transportando el cuerpo ensangrentado de Severino; esposado de manos y toscamente asegurado a su montura por una soga enlazada alrededor de su garganta, sus canas encajaban en el paisaje como una tiza encendida al aire libre.

—Agua —jadeó el mayor del ejército victorioso.

—Aquí podemos descansar —dijo el coronel liberal Antonio Márquez apeándose de su cabalgadura al tintineo de las pesadas medallas adheridas a su uniforme.

Lo desató del cuello y lo dejó caer sobre un manto de vegetación húmeda y podrida, para al cabo de unos instantes levantarse, saltar y desgañitarse.

—Olvidé advertírselo —acotó Antonio encendiendo un tabaco—; estos claros están plagados de hormigas rojas. 

El comandante conservador Severino Álvarez se levantó restregando su espalda contra un árbol y permaneció en pie.

—¿No estaba cansado de cabalgar? —inquirió el coronel Márquez con sarcasmo.

—No quiero que me entierren con el rostro amoratado —repuso el comandante con mirada extraviada.

—Nadie lo va a reconocer —repuso Antonio acomodando su sombrero de fieltro sobre su cráneo lampiño. 

Severino vomitó una espuma densa de su boca, entre sonidos guturales.

—¿Quiere que acabemos cuanto antes? —preguntó Márquez desabotonando su camisa 

—¡No! Déjeme vivir...

—No es la primera vez que escucho esa frase — suspiró el Coronel Antonio Márquez recogiendo ramas y hojas secas—. Es egoísta, ¿sabe? Nadie quiere morir antes que los demás; estoy seguro que agonizaría más tranquilo que sus amigos en Palonegro.

—¡Ganamos! —balbuceó el comandante Álvarez.

—Con sus comandantes muertos —asintió Márquez—. Si sobreviví fue para ajusticiarlo.

—El general Uribe es un traidor y un cobarde. ¡Ha pactado con Venezuela!

—El presidente San Clemente lo hizo primero con Chile.

—¡Ustedes se aliaron con la chusma en Panamá! — replicó Álvarez—. ¡Y en el Cauca, y en Antioquia!

—Sólo los hombres desesperados cometen actos desesperados —asintió el coronel Antonio—. ¡Ustedes nos crearon, dejando de pautar en nuestros periódicos, despidiendo a los docentes ateos! ¿Cree que gobernar es sentarse en un trono a abusar de sus privilegios con sus amigos? También merecemos respeto; y así perdamos esta guerra, nada ni nadie nos va a arrancar esta fiebre de venganza.

—¿Cómo está Celia? —preguntó el comandante Severino Álvarez al percatarse de la inutilidad de su discusión.

—No se haga el pendejo —repuso Antonio encendiendo la hojarasca con su tabaco—. Vi como la quemaban viva.

Se levantó, extrajo una alforja de su cabalgadura y vertiendo su contenido entre sus manos dio de beber a su corcel.

—¡No la reconocí! —aulló Severino.

—¿Espera que lo oiga alguien que le crea? —preguntó Antonio a la par que ataba su cabalgadura a un tocón podrido.

—Agua... —balbuceó Severino desesperanzado.

Antonio se percató de los labios despellejados de su víctima; en un impulso de compasión indeseada vertió un chorro de agua sobre el rostro de Severino, quien se retorció como un gusano sorbiendo las gotas sobre su uniforme.

El coronel Márquez evitó confrontar esa mirada desorbitada, la Facies Mortis de quienes se resisten a morir.

—Condenado —masculló Antonio—; y tiene el descaro de excusarse.

—Si me deja vivir abogaré por usted —Severino lo interrumpió—; nuestras tropas no tardarán en localizarnos. ¡Sabemos que a partir de hoy la República de Colombia será centralista!

Antonio enarboló su machete al aire.

—¡Antes fuimos compadres!

Los ojos de Álvarez fulguraron por un breve instante antes de sumirse en una palidez marmórea. Aquel era después de todo el padre bastardo de Celia, la cocinera a la que había seducido, negado y asesinado con un disparo a bocajarro. ¿Por qué se había obsesionado con aquella campesina? Demasiado tarde comprendió que jamás la había amado; su jactancia lo había llevado a poseer a una ingenua doncella de rostro desvalido, quien se valió de su pasión. 

El destino había sido su cómplice; cierta madrugada Severino la atisbó caminando de vuelta de la plaza de mercado; Severino se ofreció entonces a llevarla a caballo hasta su finca.

—Soy hija reconocida del coronel Antonio Márquez —había rezongado.

Severino coligió que pertenecía a los Márquez que veinte años atrás habían liderado el movimiento popular Pico de Oro, el cual había sido disuelto tras la matanza de varios ciudadanos alemanes.

—Y yo soy el hijo mayor de los Álvarez —había pregonado en un impulso súbito—; nieto de Lengerke.

—¿Y a usted no le apena decirlo?

Sorprendentemente Celia le recordó que Lengerke nunca se había casado, y que, si bien había muerto venerado en Bucaramanga, en razón de sus nexos con Europa, sus ochocientas mujeres eran objeto de murmuraciones en las provincias aledañas.

—Ambos somos descendientes bastardos de familias de alcurnia.

—Veámonos en mi hacienda de Lebrija —sugirió el comandante Álvarez esforzando por opacar aquellas recriminaciones contra su linaje.

—No estaría bien —dijo Celia ostentando en sus pómulos un cutis suave y dorado.

—Pediré permiso a sus padres.

La cabalgata continuó hasta el atardecer, Severino refutando toscamente cada una de sus objeciones. Un tenue resplandor en su sonrisa le hizo saber que había aceptado. Al partir la doncella sonrió con ese desdén provocativo tan particular a las campesinas santandereanas. Y en sus noches de pasión Álvarez, débil ante dos senos desde su nacimiento, le confesó los movimientos de su tropa.

De vuelta a su hacienda aceptó que su abuelo teutón era una mera referencia familiar; aunque oyó de él una y otra vez a lo largo de su infancia, jamás lo vio pernoctar en casa de su abuela. Sintió una indignación creciente contra Celia, hija bastarda del Coronel Márquez, quién con una simple pregunta habían trastornado su universo de héroes y heroínas: "¿Y a usted no le apena decirlo?" Era cierto que con la connivencia del gobierno central el patriarca alemán y sus socios teutones habían monopolizado el cultivo y la exportación de la quina, pero también lo era que gracias a dicha industria Bucaramanga había dejado de ser una villa para convertirse en la capital comercial del Estado de Santander.

Pensamientos crueles de venganza florecieron en su imaginación.

A la mañana siguiente confesó a sus padres que estaba enamorado.

—¿De una Márquez? —había vociferado su progenitor—. ¡Sobre mi cadáver! ¡Esa ralea es de lo peor! ¡Vagos y burócratas!

Severino había cabalgado entonces hasta la finca de su enamorada, un minifundio en la falda de la mesa de los Santos. El coronel Antonio lo recibió como a un amigo que el tiempo y la distancia engrandece en su recuerdo. Lo condujo a su cocina, en donde le ofrecieron leche fresca, carne oreada y arepa con mantequilla. Hacia el mediodía Antonio lo condujo a la cascada de las sirenas, sobre cuyas lajas prepararon una viuda de pescado.

—¿Qué dicen sus padres sobre ustedes? —preguntó el padre de su enamorada al caer la tarde, de puesta al poniente.

—Que quieren conocerlo —Severino titubeó.

Antonio esbozó en su rostro un gesto de contrariedad. 

—No voy a oponerme a la felicidad de mi hija —dijo con un énfasis enfermizo, en el cual Severino comprendió la ascendencia de su abolengo y su fortuna—, pero si la deja embarazada tendrá que desposarla.

Severino juró ante un Dios, del cual descreía, que sus intenciones eran las más puras.

—Tenga cuidado —le dijo Antonio al despedirse—. Si tengo algo que arreglar será con machete en mano.

Cierta tarde, tras tres meses de intenso romance, Severino recibió la visita inesperada de Petronila, madre de Celia, quien luego de obsequiarle una caja con dulces de leche lo conminó a desposarse con su hija embarazada. Severino había aceptado en un principio, pero, consciente como sus padres de la ascendencia de su abolengo, había optado por viajar subrepticiamente a Bogotá a estudiar jurisprudencia en la Universidad de Nuestra Señora del Rosario.


—¿Qué pasó con mi hijo? —musitó Severino con la garganta ardiendo.

—¿No irá usted a conmoverme diciendo que su hijo jamás intentará asesinarme? —rechistó Antonio—. Usted es de la misma ralea de su abuelo.

—¡El abolengo! —sentenció Severino, su frente perlada de gotas de sudor—. ¡No puede culparme por ser parte de una de las familias más prestantes de esta provincia!

—Ellos lo tratan a usted como a un perro.

—Vivo de sus huesos —asintió Severino—; preferible ser lacayo de un palacio que dueño de una zapatería. 

—¡Ah! ¿Sufre usted a causa de su desamparo? Y, sin embargo, ¿no abusó usted de la mujer más desamparada. También su padre, el suyo, sí, hará unos once años, se jactó en el Club del Comercio de haber desflorado a más de doscientas campesinas.

— ¡Embustes! —vociferó Severino.

—¿Y Celia?

—¡Es la guerra! —la mandíbula de Severino comenzó a temblar—. Jamás fui violento con su niña.

Antonio quiso escudriñar el semblante de su interlocutor, pero la luz tenue de las estrellas, y las nubes de mosquito alborotadas sobre su rostro se lo impidieron.

—Usted la mató —farfulló Antonio—, usted, quien tuvo el privilegio de desflorarla.

—Ella envenenó a cuarenta de mis hombres —repuso Severino—; era mi deber. ¡Usted lo sabe!

—¡Me ha convencido!  —asintió Antonio—. Si antes era una justa venganza, que sea ahora injusta. No le daré más agua.

Las nubes se deslizaron descubriendo la luna llena, y Severino contempló la densa vegetación que, desde la falda de unas montañas que se perdían en un cielo encapotado, descendía hasta aquel paraje de árboles podridos y mosquitos furibundos.

—No quiero morir —jadeó.

Antonio escupió al suelo.

—¿No entendió lo que le dije? —inquirió Antonio. 

Severino lo vio levantar su fusil.

Lentamente sintió su cargador vaciarse sobre su rostro. 

Entornó sus ojos en una convulsión nerviosa a medida que expiraba. 

Se abalanzó sobre un cuerpo que gemía; al alcanzarlo se reconoció a sí mismo. 

Reculó, trastabilló y encaró de nuevo un semblante entristecido.  



2008


El mayor Gilberto Márquez avanzó a lo largo del sendero de lajas de piedra que flanqueado de soldados a la sombra de los guayabales conducía a la hacienda de la finca Los Yariguíes.

Alisó su bigote empapado de sudor e hizo revista en el zaguán del grupo de soldados responsables del asalto; tres de ellos apuntaban con sus fusiles ACE a cuatro adolescentes heridos, maniatados y amordazados sobre manchas frescas de sangre.

—El capitán Mujica los incorporó ayer a un supuesto frente del ELN —dijo el teniente Álvarez a su costado—. Capturamos además a un hombre, a una anciana y a una adolescente, quienes aceptaron darles posada por tres noches.

—¿Mujica se identificó como subversivo?

—Sí, mi mayor.

—A estos ya los dimos de baja entonces —sentenció Gilberto alisando su cabellera grisácea—; diga a los hombres que como recompensa tendrán cinco días de vacaciones.

 Eran las vísperas del día de la madre, y un creciente rumor cundió desde el interior hasta el centenar de soldados que aguardaban afuera, culminando en un estallido de risas, aplausos y vivas al ejército colombiano.

—¿Qué hacemos con las mujeres? —Álvarez titubeó.

—Viólenlas primero —dijo el mayor Márquez.

—¿Las presentamos también como cabecillas guerrilleras?

—Limítese a obedecer —rechistó el mayor Gilberto con una mirada renuente al diálogo.



Álvarez se alejó presuroso. Gilberto entró a la hacienda, antigua propiedad de un narcotraficante, ahora bajo jurisdicción del gobierno. Desde meses atrás sospechaban de las simpatías de los vivientes por la izquierda colombiana; Anselmo, el hijo mayor de los Gómez, había participado en una protesta de la Universidad Industrial de Santander en la cual cientos de computadores habían sido incinerados. "Mordiendo la mano que les da de comer," se dijo repitiendo la frase que la oligarquía bumanguesa empleaba desde el siglo diecinueve contra cualquier campesino que demandase un aumento en su salario. Extrajo su pañuelo de su uniforme y enjugó su cuello; había sido una operación sencilla, sin contratiempos, calculada. Se vanaglorió de su astucia, que le granjeaba las simpatías de sus superiores y subalternos a la par que lo enriquecía sin necesidad de arriesgar su pellejo. Tres meses después de que se aprobase el esquema de recompensas por cada muerte de la élite guerrillera, el mayor Gilberto había decidido que más efectivo que salir al monte a confrontar a los subversivos era el pasearse por las ciudades en traje de civil en busca de facinerosos. Tras varias pesquisas a lo largo de varios meses, Márquez había descubierto a su candidato ideal en un vagabundo sin familia.

—¿Quiere trabajo? —preguntó al mimo de rostro aindiado, quien, recubierto de un barniz planeado, actuaba como estatua sobre el parque Antonia Santos de Bucaramanga.

—Deme mil pesos y yo, Manuel Núñez, hablaré con usted —respondió el saltimbanqui con un aliento hediondo, mezcla de vodka barata y bazuco.

Gilberto le entregó el billete con un dejo de desprecio, el cual no obstante disimuló con la más amplia de sus sonrisas.

—Estamos reclutando muchachos... —le susurró minutos después frente a una cafetería.

—¿Cuánto es la paga para el mimo Núñez?

—Tres millones al mes, lo que es demasiado para la mayoría de jóvenes sin diploma de bachiller. Debe estar dispuesto a perpetrar asesinatos preventivos, esto es, a matar militares que en un futuro no dudarán en darnos de baja. Y para matarlos hacemos uso de inocentes niñas que lanzamos como carnada.

Tras una larga deliberación, al cabo de la cual Gilberto prometió ilimitados suministros de alcohol y cocaína, el mimo había aceptado sus promesas. Sólo entonces habló de pertrechos, noches a la intemperie, caminatas en la selva y amores furtivos con adolescentes esclavizadas, teniendo cuidado de no mencionar directamente a la insurgencia. A la noche siguiente el mimo se encontraban en el terminal de buses de la ciudad; Mujica, entonces el soldado más despreciado de la sección de inteligencia en razón de un asalto del cual huyó sollozando, los recibió en un terreno desierto, en donde entregaron al mimo Núñez un arma de dotación subversiva.

—Ya que usted es ahora guerrillero —dijo Márquez encañonándolo con su arma de dotación—, es nuestro deber darlo de baja.

El mimo lo miró con una expresión angustiosa que casi le impide apretar el gatillo, mueca que continuó macabramente embalsamada en su rictus de muerte, tras el estallido del disparo en sus oídos, como si aquella piltrafa humana hubiese fallecido indolente el orificio que se abría perfecto en el centro de su frente.

Con aquella proeza Márquez se había reivindicado ante sus colegas. Los novecientos mil pesos que recibieron del gobierno por su proeza los había derrochado en una noche de juerga con el flaco Mujica. 

Su acción fue objeto de rumores por unos días, hasta que Márquez fue citado al despacho del coronel Cantillo.

—¿Así que usted contrata a simpatizantes de la guerrilla en las ciudades, a quienes luego da de baja?

—Sí, mi general —respondió Márquez con un creciente escalofrío.

—Puede retirarse.

Sus temores fueron disipados cuando supo que sus acciones eran emuladas por Cantillo y otros militares en mayor escala. Márquez y Mujica fueron ascendidos, y continuaron ejecutando a jóvenes desempleados que aceptaban la propuesta de asesinar militares, generalmente junto a crédulos vivientes, quienes, cediendo a las amenazas del ahora apodado -no sin ironía-, temerario Mujica, acababan por ofrecer hospedaje a los pretendidos guerrilleros. Cabe mencionar, no obstante, que 7 de cada 10 elegidas víctimas, rechazaban la propuesta en cuanto oían la expresión asesinato preventivo.

Avanzó hasta la cocina, en donde descubrió una olla con arroz recién preparado y dos huevos fritos en un plato de barro. Infirió que el ataque debió ocurrir justo antes de su desayuno. 

Álvarez interrumpió sus pesquisas con ojos desencajados.

—Una de las insurgentes tiene un carnet que la acredita como representante de una de las ONGs defensoras de los derechos humanos.

Gilberto Márquez pateó la alacena al comprender que el cáncer que carcomía al ejército desde hacía ya varios años había llegado a sus dominios. Aquellos entrometidos europeos esperaban que en Colombia no se cometiesen atropellos en tiempos de conflicto; como si sus abuelos no hubieran ya eliminado a sus negros, gitanos y judíos.

—Esa ONG ya ha enviado a dos generales a la cárcel —Álvarez jadeó.

—¡Déjese de majaderías! ¡Ellos quieren prohibirnos que cometamos los crímenes que siempre cometen en sus guerras civiles! A los colaboradores me les ponen fusiles AK-47, para que no quede duda de su cepa revolucionaria.

—La representante quiere hablar con mi mayor— Álvarez carraspeó—. Dice que lo conoce.

Gilberto asintió presa de una sensación de dejà-vu. —Vamos a ver.

Álvarez lo condujo a una choza de barro, en donde varios soldados vigilaban el cadáver de una anciana y el cuerpo amoratado, aún hermoso tras su violación, de rostro redondo y cejas arqueadas —extrañamente vivaces ante la certeza de su venganza—, de Eulalia Márquez.

—Yo a usted no la conozco —gritó Álvarez ante quien ya había enviado a mejor vida.


También: Escuche el cuento "Briselda", de "Confesiones de Difuntos", en SoundCloud presionando aquí.



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