La formulación del Infinito

Relato del libro "Santandereanos" donde un hombre, víctima del maltrato de sus compañeros de colegio, se aleja del mundo y encuentra refugio en la lectura y la escritura. A través de sus libros, logra superar sus heridas y encontrar en las ciencias ocultas una vía de escape.

 Con determinación, Anaximandro programa una cita en el futuro, 25 años después, con su antiguo compañero y causante de su lesión en la cabeza. Este encuentro marca un punto crucial en la historia, donde el protagonista confronta a su verdugo y busca justicia.

El autor explora temas universales como el poder de la literatura como refugio y expresión, la redención y la confrontación del pasado, y nos sumerge en una trama intrigante y simbólica, donde el sufrimiento, la venganza y la condena se entrelazan en una danza narrativa.

El protagonista y su antiguo verdugo se enfrentan a sus propios demonios y desencadenan un desenlace sorprendente. Una narrativa que nos invita a reflexionar sobre el poder de nuestras elecciones en la construcción de nuestras vidas.

Anaximandro Fuentes, amigo mío de inteligencia febril y carácter endeble, abandonó nuestro colegio el cuatro de octubre de 1940 para consagrarse a la lectura. No estoy seguro, sin embargo, de la hora exacta en que nos despreció para internarse en la biblioteca de sus antepasados, contrabandistas de vinos y quesos franceses durante el gobierno de los López. Mis enemigos podrán constatar la veracidad de esta información en el folio tercero del libro de matrículas del Colegio de los Jesuitas de Bucaramanga. 

Sin apurar las elaboradas conclusiones de Anaximandro, quien, desde ya lo preveo, conformará el panteón de los grandes hombres de nuestro tiempo (aún no me atrevo a destacar su importancia sobre Pasteur y Fleming; el lector europeo juzgará con mejor autoridad su valía), constato que mi estilo ampuloso es una consecuencia directa del intenso debate que sostuve con él el pasado jueves es la tarde, cuando sesenta y un años después de su partida, escuché su reformulación del infinito.

Me arrepiento de haberlo despreciado; a los seis años, luego de que sufriese su primer ataque de epilepsia, lo apodamos Mequetreque. Nueve meses después sus padres engendraron a Juan Diego, gracioso de nuestra adolescencia, a quien sus padres consintieron con golosinas, juguetes y motocicletas, y quien pasó a mejor vida en Bogotá, luego de haberle arrebatado a un ejecutivo armado la última prostituta disponible en uno de los antros de Chapinero. 

El egoísmo de Anaximandro nos exacerbaba. Durante nuestros años de escuela mis compañeros y yo nos reuníamos a trabajar de casa en casa; hacia las cuatro de la tarde merendábamos de acuerdo a la disposición de cada anfitrión: la abuela del Moro Hussein nos ofrecía chocolate con almojábanas, la madrina del Duende Raquítico nos preparaba kumis y torta de maracuyá, la sirvienta de Kiquito nos calentaba un postre de miel—me—sabe. La señora Fuentes, por el contrario, no sólo nos indeterminaba, sino que invariablemente interrumpía nuestro trabajo para servirle a Anaximandro un pocillo de avena caliente con galletas. Reprimiendo nuestro apetito lo veíamos digerir lentamente su merienda.

Anaximandro se jactaba de despreciar, como cualquier eminencia, la excelencia académica; cuando el Moro Hussein le recordó que Napoleón Bonaparte había sido un estudiante excelso, Anaximandro arguyó que el mérito de aquel criminal, al igual que el de cualquier genocida, sólo podía inspirar la emulación de los egoístas. 

Mientras que cada uno de nosotros hacía lo posible por combatir el tedio, Anaximandro se refugiaba en sus libros y cuadernos, en donde leía, escribía o dibujaba mamarrachos. El único profesor que congeniaba con su carácter distraído era Isaías, a quien apodábamos Pitágoras debido a su obsesión por los números y la reencarnación. Recuerdo el día en que, sentado en su pupitre de caoba, Isaías osó llamar a Anaximandro el estudiante más eximio de nuestra promoción, situándolo por encima del genio matemático del Bizco Garavito, la memoria del Moribundo Bonilla y el mérito deportivo de Kiquito. Como consecuencia Pitágoras se granjeó nuestro desprecio a lo largo de cinco décadas; jamás le perdonamos su atrevimiento, su elogio de la curiosidad desordenada de Anaximandro, más atenta a sus caprichos que a nuestros deberes escolares; a menudo lo descubríamos sobre la carrera quince comprando libros extracurriculares.  



El alto promedio de notas bimestrales de Anaximandro nos inquietaba; cierta tarde, concitado por mis compañeros, le hice caer en cuenta de que ocupaba el tercer puesto entre la lista de los alumnos con mayor rendimiento académico.

—Sólo el Moro Hussein y el Bizco Garavito lo aventajan —le dije—. ¡Ahora que usted ha entrado en la lista de los mejores es hora de que se esfuerce por superarlos!

Anaximandro, en respuesta, emprendió el estudio del griego antiguo, lengua prescindible y sin validez académica; el Bizco Garavito así se lo comunicó en la víspera de nuestros ejercicios espirituales.

—No lo estudió para leer la prosa de los filósofos griegos —se disculpó—; sino a sus dramaturgos. 

Su jactancia propició nuestra venganza. Cada día de clases disfrutábamos de un descanso de media hora, durante el cual doce o quince condiscípulos conformábamos un círculo junto a la cafetería. El Duende Raquítico lanzaba una esfera de papel arrugado al aire, sobre el rostro de otro condiscípulo, quien a su vez debía cachetearla y enviarla a otro jugador. Quien la dejase caer sufría una penitencia: invariablemente una arremetida de palmadas sobre su testa.  Aquel día, al salir de la cafetería, Anaximandro recibió la bola de papel sobre su rostro. El Duende Raquítico chilló de placer y se lanzó sobre sus espaldas; todos arremetimos contra él, no sólo con puños, sino con puntapiés y coscorrones. Sin quebrar su cintura su cuerpo cayó de espaldas, como una lámina de vidrio contra el concreto; aún me place oír el crujido de su cráneo contra el baldosín. Anaximandro perdió el conocimiento por algunos instantes que nos parecieron fatales, luego tosió y sollozó desacompasadamente. El Moro Hussein lo tomó en vilo y lo condujo al lavabo, en donde lo enjuagó con agua fría. 

Al día siguiente nuestro prefecto disciplinario nos anunció que Anaximandro había sido internado en el hospital, en donde permanecía en estado de coma. Nuestra venganza parecía perjudicarnos; si Anaximandro moría —nuestro prefecto nos amenazó—, todos seríamos enviados al reformatorio. Afortunadamente sólo su corteza cerebral fue afectada, y luego de delirar en cama por varios meses nuestro condiscípulo recobró sus cabales. No sin envidia lo vimos presentar y aprobar sus exámenes atrasados. Anaximandro, lejos de percatarse de nuestro desafío, mantendría en adelante un aislamiento acentuado. El promedio de sus notas jamás disminuyó. A medida que escribo estas palabras colijo que las explicaciones peritas y la camaradería de nuestro salón de clases, lejos de ampliar su entendimiento, lo constreñían. 


Luego de aprobar el tercer bimestre Anaximandro se ausentó de nuevo de nuestro colegio. Temiendo una recaída nos inquietamos por varios días, hasta cuando el prefecto académico nos anunció a través de los parlantes que Anaximandro había decidido abandonarnos. Una semana más tarde Kikito nos comunicó que nuestro odioso condiscípulo se había enclaustrado en su biblioteca, con el propósito de leer ininterrumpidamente. El Moribundo Bonilla carcajeó y acotó que Anaximandro había incrementado su coeficiente intelectual con nuestra muenda; el Duende Raquítico añadió que gracias a nuestro afecto él haría del resto de su vida un sepelio. Sin sospechar las implicaciones ontológicas de su broma nos mofamos de su ocurrencia y regresamos a nuestros quehaceres. Entonces aún creíamos que Anaximandro regresaría a nuestros predios a comienzos del año siguiente. Hacia febrero de 1941 el Bizco Garavito notaría su ausencia —cuando ya nadie quería recordarlo—. 

Escribir que lo olvidé sería injusto; a menudo recobré su imagen durante mis letargos de tristeza, preguntándome si él, en medio de su abandono, también sufriría nuestras vejaciones. Codiciando el placer, la prosperidad y la celebridad, como cualquier otro ciudadano, sufrí, aún contra mi voluntad, las reyertas civiles, las querellas de mi herencia, mi matrimonio obligado, el secuestro de mi cónyuge, su asesinato, mi bancarrota, mi depresión y mi resignación. Pero entre todas mis desgracias ninguna me fue tan dolorosa como la pérdida de Laura; comprometidos desde nuestra niñez mi amada desapareció luego de que nuestra mucama me acusase de haberla violado en una noche de copas. Durante años culpé a aquella oportunista de mi infelicidad; su despido ahora me avergüenza. Laura, simplemente, lo habría de saber demasiado tarde, jamás me amó. 

Desde 1942 me acostumbré a conducir cada dos años mi auto nuevo frente a la ventana de Anaximandro con el vago propósito de espiarle. Su familia habitaba una mansión pomposa, sostenida por cariátides, contigua a la iglesia de San Pío. Pese a mis esfuerzos jamás logré atisbar la figura de mi condiscípulo a través de los vidrios y las cortinas espesas que resguardaban las ventanas de su morada. Con el paso de los años difundí el rumor insidioso de que Anaximandro había muerto y de que sus padres lo habían enterrado sin pompa en el cementerio La Colina. Afectados por las habladurías de salón, su madre publicó una nota en el diario El Frente, en donde comentaba que su hijo había emprendido el estudio de la literatura sogdiana.

Hacia mediados de los años sesenta, luego de haber celebrado mis segundas nupcias, me percaté de la frondosidad creciente del jardín de los Fuentes; enredaderas venenosas y líquenes espesos cubrían el mármol desgastado de sus íncubos y serafines. Dada la propensión migratoria de nuestra población en aquel tiempo, inferí que su familia lo había enviado a Boston —en donde sus abuelos, creo, residían—, pero un reencuentro con su padre a la salida de la Iglesia de la Sagrada Familia trastocó mis impresiones: azuzado por una curiosidad morbosa le pregunté si podría visitar a su hijo. Su negativa cortante me avergonzó. «Es obvio —me dije—, que aquel viejo decrépito ya había confrontado a otros condiscípulos al respecto». Insistí presintiendo que el encuentro con Anaximandro modificaría mi existencia. Su padre extrajo un cuaderno de notas del bolsillo interior de su chaqueta; sus dedos lo hojearon sin afán hasta encontrar la nota deseada.

—Anaximandro podrá atenderlo en nuestra casa en…—su voz vaciló—, veinticinco años; el cinco de abril del año dos mil uno de nuestra salvación, a las siete de la noche.

Dejando a un lado su fervor anticuadamente religioso, aquella visita tan precisa, organizada con treinta años de antelación, me indignó profundamente. Anaximandro, después de todo, permanecía anquilosado en casa. 

A la mañana siguiente volví a mis deberes laborales y me esforcé por creer que sus padres, otorgándole una importancia inmerecida, habían, como él, enloquecido. 

No vale la pena enumerar en esta página tres décadas de vivencias personales: lo sucedido desde entonces hasta el pasado jueves en la noche inspirará las novelas, las obras de teatro, los poemas, los cuentos y los ensayos de mi carrera literaria. Sólo señalaré dos hechos en esta página; el primero es mi enfermedad: mi gusto por el tabaco me condujo a la adicción y ésta al cáncer pulmonar; la segunda es que a lo largo de este periodo no hubo un sólo día en que no pensase en mi entrevista con Anaximandro; a menudo temía que alguno de los dos muriese, o que una enfermedad me obligase a posponer nuestro encuentro, pero los años pasaron indolentes, y no sin un dejo de sorpresa me encontré cierto jueves en la tarde conduciendo mi auto sobre la carrera treinta y tres, hacia la casa de los Fuentes, medio siglo después de haber conocido a Anaximandro. 

Sus padres me condujeron a una antesala decorada con lienzos prerrafaelistas: cuerpos delgados coronados por rostros delicados, pero carentes de emoción. Aunque el salón me pareció más pequeño que antaño, su pulcritud me impresionó favorablemente; inferí que los Fuentes aún invertían una fortuna en la manutención de sus propiedades; el descuido de la fachada exterior sería, lo colegí, una precaución contra la extorsión de las guerrillas maoístas, flagelo constante de nuestra clase acaudalada.

Una mujer esbelta me ofreció una taza de avena con galletas. Inquieto por su generosidad imprevista le respondí que yo ya había cenado. Su sonrisa me sedujo, como ninguna mujer lo había hecho desde mi adolescencia. Desvié mi mirada y observé a la señora Fuentes: su rostro era aún más anguloso y firme.


—Usted se conserva joven —le dije.

—Gracias —me sonrió ligeramente—. Se lo debo a mi hijo.

Añadió que Anaximandro le había diagnosticado un ungüento. Recordé su interés en la química y la biología. Asumiendo una camaradería que jamás había existido le hablé de los nacimientos y decesos de mi familia. Un reloj anunció las siete y el padre de Anaximandro me condujo a lo largo de un pasadizo circundado por una vegetación frondosa. Un olor a nueces podridas me arredró.

—Es la humedad —murmuró su padre leyendo mi semblante.

Llegamos a un jardín de helechos, gladiolos y petunias, en donde su padre descorrió una puerta metálica sobre las rocas. Me asomé al interior y observé un corredor circundado por acuarios. Su padre me pidió que continuase a solas; intercambiamos un apretón de manos y lo vi desandar nuestro camino.

Crucé el umbral y encontré a Anaximandro encorvado sobre su escritorio, frente a un antiguo manuscrito. Observé con desprecio las arrugas de su rostro; sólo sentimos el peso del tiempo en el semblante de quienes no vemos desde entonces.

—¿En dónde están los libros? —pregunté.

—¿Ya comiste? —replicó con voz queda.

Su habitación era amplia, circundada por dos ventanales: recordé que los Fuentes eran propietarios de finca raíz; su mansión abarcaba varias construcciones aledañas, aparentemente independientes.

—Los guardo en un cuarto adyacente —continuó esbozando una sonrisa jovial. Pensé que Anaximandro, inmune a las tempestades de nuestra historia, preservaba su inocencia.

—Estoy muy feliz de verte —acotó.

Quise apodarlo Mequetreque, como antaño, pero sus cabellos plateados me cohibieron; temí tener que soportar sus sermones de nuevo. Mis ojos se deslizaron sobre su escritorio, en un esfuerzo por ocultar mi nerviosismo, hasta topar con un manuscrito de escritura indescifrable.

—Es el tratado de astrología de Zagrid, filósofo Asirio, traducido del árabe al Persa en el año 734 —su voz era serena—. Esa copia data del siglo catorce.

Mi perplejidad aumentó cuando Anaximandro me habló de sus esfuerzos: tras una vida de lectura infatigable, su memoria abarcaba cerca de un millón de títulos concebidos en sesenta y cinco lenguajes. Desde los treinta y tres años escribía.

—Laura —me explicó con aire contrito—, a quien conoces, contrajo nupcias conmigo en los albures de mi juventud. 

Mis mejillas enrojecieron y un gemido, rápidamente ahogado en mi garganta, reverberó en mi pecho; había visto sin reconocer a mi amada, a la mujer esbelta que me servía una taza de avena con galletas. 



—No le has permitido disfrutar la vida, Anaximandro —refunfuñé.

—Es ella quien administra esta casa —continuó insufrible—, y aún así jamás me abandona. Yo tampoco. Varios hombres pretendieron su belleza, pero sólo yo, creo, congenio con su carácter reservado. Ambos somos anacoretas en un siglo en que los desiertos ya no existen. Y en esta casa, como en el mundo, nada nos falta.

—¿Nada? —rechisté fastidiado.

—Mis estudios y mi imaginación me han permitido acceder al infinito. Puedo encarar cualquier cambio en mi existencia sin temor.

Le pedí, no sin ironía, que compartiera conmigo su descubrimiento. Anaximandro tornó su expresión compasiva, casi estúpida.

—Primero debes aceptar que te engañaron.

—¿Qué? —dije sorprendido por su repentino atrevimiento.

—Sólo así te curarás del cáncer que te aqueja —continuó Anaximandro con rostro sinceramente preocupado—. La respiración refleja la inteligencia, así como la circulación sanguínea refleja el cariño de una persona. Supeditaste por años tu inteligencia a la de tus padres en virtud de sus amenazas. Así cometiste los mismos errores que ellos y sus abuelos cometieron. Pero al cabo de los años tu cuerpo se rebeló. Todo tu cuerpo, excepto tus pulmones, los cuales justifican día a día las mentiras que te conducen a tomar tus erradas decisiones.

—¿Mis pecados? —rezongué.

—Ese término es hoy obsoleto. 

—¿Y de qué me sirve presumir que aún hay gente que no miente en este mundo?

—Por la certeza de la eternidad.

—Ese es otro término obsoleto.

—Hablemos del infinito.

—¿Existe?

—Cierta tarde me pregunté si el infinito existía —musitó—. Piensa en sus imágenes convencionales: una línea, un círculo, una serpiente devorándose a sí misma, la oscuridad o una sucesión de números. Lo que más nos atemoriza de estas imágenes es su monotonía. Podemos establecer diferencias entre uno y diez, pero a partir de allí cada cifra pierde su misterio. Los mayas utilizaron un sistema numérico más complejo: de cero a doce, de trece a veintiséis, de veinticuatro a treinta y seis. A partir de trece, de cualquier manera, cada serie se repite. Un número, después de todo, es una invención arbitraria, como lo puede ser una palabra o un lenguaje; no poseemos el uno, o el dos, sino una mujer, o dos casas. La cuestión de fondo que habrás de analizar, es de si el universo se repite. 

—Tal vez —musité trayendo a colación el mito del eterno retorno. 

Anaximandro esbozó un gesto de impaciencia.

—A los trece años solucioné ese dilema: se repite cuando no somos conscientes de su repetición. Mi descubrimiento ocurrió mientras leía una novela policíaca, cuyo argumento era idéntico a tantos otros del mismo autor. Me pregunté entonces, ¿para qué insistir en leer más libros de este autor? Es previsible. Mi razonamiento se tornó más alarmante cuando descubrí que nuestras acciones diarias son también reiterativas si no las insuflamos de belleza. Comer, caminar y dormir son acciones que precisan de un propósito. ¿Cómo soportar la existencia, me dije, sin miedo a acabar esa existencia? Los evangelios nos consuelan gracias a la variedad y al dinamismo de nuestras pulsiones afectivas, en particular aquellas capaces de engendrar; pienso en las bodas de Caná. Me percaté, así mismo, de la banalidad de la adolescencia y de la vida social, que son mera frustración de sentimientos, opuesta a la inocencia del sentimiento en sí. Los libros, no es necesario encomiarlos, son confesiones abiertas: a menudo artificiales, es cierto, pero aún así sinceras. A los sesenta y tres años he vivido: tal vez demasiado; mi deber es con quienes han sufrido por mi causa.

—¿Cuántas veces ha abandonado esta casa? —pregunté perplejo.

—Ninguna desde el día en que entré a esta alcoba. 

Mi frente se contrajo incrédula. Me pregunté cómo podía alguien como Anaximandro descubrir la felicidad en un espacio tan reducido. Todo era producto de su imaginación, pensé, de la demencia desencadenada por nuestra muenda. Ya había entrevisto, no obstante, que mi consolación era artificial; podría así mismo acosar a un hombre saludable diciéndole que su salud no era, después de todo, sino una consecuencia de su vida anormal, sin banquetes, promiscuidad y bebidas alcohólicas. Al desplazar mi evaluación del objeto a sus motivaciones podía engañar a hombres íntegros de inteligencia inconsistente. Presentí que mi estrategia, mi único consuelo, sería ineficaz contra Anaximandro; aún así continué: 

—Usted se ha privado de placeres que jamás conocerá —mascullé.

—No soy la excepción —Anaximandro replicó con una parsimonia exacerbada—. Catalina de Rusia encerró a un príncipe en una celda desde su infancia hasta su muerte; aquel miserable no tuvo libros que leer y aún así jamás se suicidó. 

Recordé a Sade. ¿Cómo podía un hombre escribir una página y, más aún, publicarla sin haber conocido los excesos?

—Un manuscrito cantonés me enseñó a leer los pensamientos en el rostro de mis interlocutores.

Desvié mi mirada hacia la ventana. ¿Podía un libro no sólo suplir, sino rebasar la experiencia? Sentí que Anaximandro regresaba a las páginas de su manuscrito.

—¿Y el pasado? —irrumpí—.  ¿Y el futuro? 

Pensé entonces, quizás bajo su sugestión, en proponerle que me permitiese prologar su obra. 

—Cáceres: la envidia de su madre hacía la mía ha sido su enfermedad desde él día en que nos conocimos. 

Suspiré ofendido; era evidente que Anaximandro me invitaba a su alcoba para que yo comparase las miserias de mi familia con su prosperidad. Se desquitaba así también enseñándome la lozanía de mi amada Laura. ¿Sabía quién había sido el culpable de su convalecencia? ¡Yo lo había empujado! Si con su revelación Anaximandro escapaba a la confabulación del infinito, yo ahora lo sufría descarnadamente: padeciendo ahora una enfermedad por mi necedad, sin posibilidad de triunfo, carcomido por su sabia parsimonia, incapaz de alejarme de sus resplandecientes conceptos. 

—Una editorial en Buenos Aires publicó ayer mi tratado filosófico más ambicioso —continuó.

—Sus negocios no me incumben.

—Tú serás mi antagonista, y, por ende, mi biógrafo. Te ayudaré a descifrar tu destino, a reconciliarte con el infinito; para eso te he convocado.

Enardecido por su petulancia caminé hasta él; su garganta era delgada.

«Tal vez», pensé, «ya esté moribundo». 

Mascullé que su desinterés por la excelencia académica de nuestra escuela se debía a su desdén por mis aspiraciones. Incapaz de replicar, mi condiscípulo opuso una breve resistencia.

Desde mi celda corrobora la primera prueba del infinito de Anaximandro, quien en su artículo sobre Aquiles y la Tortuga demuestra que cada instante que vivimos es infinito en cualquiera de sus dimensiones, y que permite crecer en todas las direcciones, como las ramas secundarias de un árbol.

“¡Fue una celada urdida hace 20 años!”, gritaba cada noche el paciente de la segunda cama de la alcoba 708 en el pabellón de asesinos. Confío en que a partir de las notas que aquí seleccionamos, el lector juzgará la veracidad o falsedad de su relato. 


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