Maestro de la orden de Melquisedec - René Swift, Superhéroe Espiritual - capítulo 2

Cuatro años atrás, en el parque Liberty Bell de Filadelfia-Saturno, una réplica del reformado parque original de la renovada Tierra, Gretchen había conocido al poeta de 27 años A. René Swift. Ella, una joven atrapada entre las expectativas de su padre, el Ministro de Inteligencia de Saturno, y su propio anhelo por la poesía, quedó cautivada por la figura de René. Él, ajeno a la multitud que lo rodeaba, leía un libro impreso en papel, una rareza en esa era digital. Su presencia serena y su profunda concentración la impresionaron, dejando una huella en su espíritu.

Gretchen, quien estudiaba derecho en Temple University siguiendo la voluntad de su padre, se debatía internamente. Mientras su padre, un hombre de rígida disciplina bajo el mando del tirano Petrovsky, la presionaba para convertirse en una pieza clave del régimen, ella soñaba con la libertad que solo la poesía podía ofrecerle. Aquella mañana, al enterarse de que A. René Swift daría un recital en el Museo de Arte de Filadelfia-S, decidió faltar a clases, desafiando las expectativas paternas, para sumergirse en las palabras de aquel hombre misterioso.

René Swift, conocido por evitar las redes sociales y por su negativa a conceder entrevistas, había ganado notoriedad por sus escritos cargados de misticismo. En sus libros, hablaba de un mundo espiritual que trascendía las religiones tradicionales y proponía la idea de que incluso el ateísmo era, en esencia, una religión, al basarse en el bien común o en la humanidad como eje moral. Cuando una vez le preguntaron si consideraba al satanismo o a los adoradores de Lucifer como religiones, René respondió que tales creencias estaban destinadas al fracaso porque negaban las cualidades fundamentales del amor, el perdón y la bondad, que siempre prevalecerían sobre la envidia, la codicia y la crueldad.

Ese día en el recital, mientras Gretchen se sumergía en las palabras de René, sintió cómo las cadenas de su vida académica y familiar comenzaban a aflojarse, al menos por breves instantes.


Solo entre la multitud


Sin rumbo anhelo la paz

en que nos hemos de entregar;

eco mudo en el bullicio somos;

¿dónde estás?


Mi amada es también una bengala apagada

por las olas de un mar invisible,

mi sombra y mi estrella escondida;

¿dónde estás?


La turba pasa con sus miradas frías,

y aún no te encuentro, isla en calma,

tempestad conjunta, amada mía;

¿dónde estás?


Después del recital, Gretchen se unió a la multitud de admiradores que se arremolinaban alrededor de René Swift, deseosos de estrechar la mano del poeta. Inusitadamente, René captó su mirada entre la muchedumbre y, con una melancólica sonrisa, se acercó a ella. En ese instante, algo en la serenidad y profundidad de su mirada resonó con la esencia contestataria de Gretchen. Fue un momento breve, pero suficiente para que ambos sintieran una conexión inesperada, como si los venablos de Cupido los hubieran alcanzado.

Intrigada por la mezcla de nostalgia y sabiduría que emanaba de René, Gretchen le hizo algunas preguntas sobre su vida. Sus respuestas, aunque concisas, fueron francas y cargadas de una honestidad que solo aumentó su fascinación. Animada por esa confianza, se atrevió a preguntar sobre el misterio de su juventud. René le respondió con una sonrisa enigmática:

"Tengo 57 años en mis documentos, cuando en realidad tengo 28".

Gretchen sonrió, pensando que se trataba de un error de digitación que René había decidido no corregir, disfrutando de la rareza que aquello le confería. Era como un billete o una moneda con un defecto que, en virtud de la numística, en lugar de desvalorizar, se convierte en una preciada excentricidad para los coleccionistas. 

Salieron a caminar por las calles de Filadelfia-Saturno, sin percatarse de que entraban en las cuadras dominadas por las peligrosas pandillas de paz, grupos a los que el régimen de Petrovsky había entregado el control para mantener a raya a los criminales del planeta. En medio de la incertidumbre, René miró a Gretchen con una profundidad que la desconcertó.

“Eres hermosa,” dijo René en un momento en que sus ojos se encontraron.

“Se lo dirás a todas tus admiradoras,” respondió Gretchen con una mezcla de incredulidad y curiosidad.

“No,” replicó René con serenidad, “y siempre digo la verdad.”

“¿Con qué fin? Mentir es a menudo necesario,” comentó Gretchen, reflejando el cinismo que la rodeaba.

“Digamos que, como el obispo Santo Tomás Becket, que sorprendió al mundo medieval por siempre decir la verdad, soy un hombre consagrado a la divinidad, que para la mayoría es la bondad, y para mí es Dios.”

Gretchen no pudo evitar detenerse un momento al escuchar la referencia a Santo Tomás Becket, un nombre que le resultaba vagamente familiar, pero cargado de una historia que sabía significativa. René, al percibir su curiosidad, sonrió con la misma melancolía que parecía ser parte de su esencia.

“Becket fue un hombre de contradicciones,” continuó René, sus palabras fluyendo con la cadencia de quien recita un poema. “Era cercano al rey Enrique II de Inglaterra, hasta que decidió poner su lealtad a Dios por encima de su amistad con el monarca. Esa decisión lo llevó a la muerte, pero también lo convirtió en un símbolo de integridad y verdad, alguien dispuesto a enfrentar cualquier consecuencia por mantenerse fiel a sus principios.”

Gretchen lo miró, intrigada por la convicción en su voz. “¿Y tú te consideras así, un hombre dispuesto a enfrentar cualquier cosa por la verdad?”

René asintió lentamente. “La verdad es lo único que nos conecta con lo divino, con esa bondad universal que es Dios. En un mundo donde todo se puede distorsionar, donde las mentiras se vuelven moneda corriente, ser fiel a la verdad es un acto de rebelión y de fe.”

“Pero en un universo tan escéptico y ateo como este, ¿dónde encaja Dios?” Gretchen planteó la pregunta con una mezcla de desafío y genuina curiosidad.

“Dios no necesita encajar,” replicó René con suavidad. “El ateísmo, en muchos sentidos, es otra forma de religión. Se basa en principios que trascienden la individualidad, en la creencia en el bien común, en la humanidad. Pero lo que muchos ateos no ven es que el bien, la bondad, es una manifestación del amor divino, aunque no lo llamen así. Es como una llama en el interior de cada ser que, aunque se niegue o se ignore, sigue ardiendo, sigue guiando.”

Gretchen se quedó en silencio por un momento, contemplando las palabras de René. Nunca antes había oído hablar del ateísmo como una forma de religión, pero había algo en su explicación que resonaba profundamente en ella, como si una parte olvidada de su ser se despertara.

“Entonces, según tú, todos estamos buscando lo mismo, ya sea que lo llamemos Dios o no,” dijo finalmente, tratando de darle sentido a sus propios pensamientos.

“Exactamente,” respondió René. “Todos buscamos la verdad, la bondad, el amor. Y en ese sentido, todos estamos, consciente o inconscientemente, buscando a Dios. La diferencia está en cómo decidimos nombrarlo o si decidimos nombrarlo en absoluto.”

Las palabras de René parecían dictadas por el mismo creador, manifiesto en aquella simple conversación. Era como si cada frase estuviera impregnada de una verdad universal que trascendía las limitaciones del lenguaje y la comprensión humana.

“Siempre me enseñaron a adorar a Dios, a honrarlo con rituales, a proclamar sus maravillas,” dijo Gretchen. “Pero al final me cansé al ver que muchos de los que más lo hacían eran malas personas en su vida personal. Y entre más pecaban, más adoraban altares e imágenes, como si con ello justificaran sus malas acciones.”

René asintió lentamente. “Esos rituales son importantes para quienes buscan perfeccionarse. Ofrecen un marco para la devoción, un camino para acercarse a lo divino. Y para quienes reconocen a Dios en sus acciones y su amor, esos rituales son innecesarios. Son como el cascarón que la crisálida deja luego de que la oruga se convierte en mariposa. La esencia de la transformación no está en el cascarón, sino en la metamorfosis misma.”

Gretchen lo miró, intentando captar el significado profundo de sus palabras. La imagen de la crisálida abandonando su cascarón resonaba con ella, evocando una sensación de liberación y renovación. René, con su mirada profunda y serena, parecía encarnar esa transformación, como si hubiera dejado atrás las restricciones del mundo material para abrazar una verdad más elevada.

“¿Entonces lo que estás diciendo es que los verdaderos actos de devoción no requieren de rituales externos, sino de una transformación interna?” preguntó Gretchen, tratando de integrar sus pensamientos.

“Exactamente,” dijo René. “La verdadera devoción se manifiesta en nuestras acciones, en la manera en que tratamos a los demás, en la forma en que vivimos. Los rituales pueden ser un reflejo de esa devoción, pero no son la esencia. La esencia es el amor y la bondad que llevamos en nuestro corazón y que nos impulsa a actuar con justicia y compasión.”

Gretchen asintió lentamente, sintiendo una mezcla de asombro y paz. Las palabras de René ofrecían una nueva perspectiva sobre la fe y la devoción, desafiando sus creencias previas y abriendo una puerta a una comprensión más profunda. En ese instante, caminando junto a René por las calles de Filadelfia-Saturno, sintió que estaba al borde de un descubrimiento personal, una revelación que podría cambiar su vida para siempre.  René no era solo un poeta; era un maestro enviado para iluminarla en la oscuridad que envolvía a la humanidad.

Su encuentro idílico se vio interrumpido por la llegada de cinco hombres de intenciones perturbadoras. Eran gestores de paz, inmigrantes ilegales de la empobrecida Tierra, viciosos de drogas y licor en un mundo que los rechazaba por su atraso y su pobreza.

“Nadie se detiene a conversar en este parque,” dijo un hombre rubio de cabello ensortijado al tiempo que les mostraba una navaja. “Es nuestro territorio y deben pagar peaje.”

“¿Cuánto quieren?” preguntó Gretchen, intentando mantener la calma mientras observaba a los hombres con preocupación. “Mi padre es un hombre poderoso, ¿saben?”

“Demasiado tarde,” dijo otro hombre con un parche adornado con rubíes sobre un ojo. “Los vamos a crucificar.”

El hombre del rubí fue de repente víctima de un ataque respiratorio que lo postró en el suelo ante las miradas atónitas de sus cuatro acompañantes. Estos, al recular atemorizados, cayeron hacia atrás incapaces de controlar sus extremidades, sus cuerpos temblando incontrolablemente.

René se agachó junto al hombre tuerto, su rostro morado por la asfixia. Con una calma inquietante, tomó su rostro en sus manos y presionó sus sienes con dedos firmes pero suaves.

“Te perdono,” dijo René con una voz serena.

El hombre tuerto respiró profundamente, como si volviera a la vida. Sus lágrimas brotaron mientras se levantaba tambaleándose, y con sus compañeros cojeando a su lado, se alejaron corriendo, dejando tras de sí una estela de desorden y terror.

“¡Los has dejado tullidos!” exclamó Gretchen, mirando a René con una mezcla de gratitud y asombro.

“No es conveniente atacar a hombres de bien,” respondió René con una tranquilidad que desmentía la tensión del momento. “También estudié acupuntura en Shanghái.”

“Conoces con precisión nuestros puntos nerviosos…” Gretchen observó a René, sintiendo que había encontrado a alguien especial en él, alguien dispuesto a arriesgar su vida para protegerla. Sus habilidades y su compasión se entrelazaban, y en ese instante, ella entendió que René era mucho más que un poeta: era un protector, un hombre cuya presencia ofrecía no solo consuelo, sino también una esperanza, alguien que estaría dispuesto a invocar las fuerzas del cielo para protegerla.

Aquella noche, luego de cenar en un restaurante de la torre más elevada de Filadelfia S, René condujo a Gretchen a su apartamento, situado en el piso 34 del complejo Xanadú. 

En la cálida penumbra de una terraza iluminada por las suaves luces de las lunas de Saturno, René y Gretchen compartieron una conversación que parecía estar cargada de secretos cósmicos. La vista del firmamento estrellado, salpicado de lunas y planetas, proporcionaba un telón de fondo mágico para su encuentro.

"¿De qué vives?" preguntó Gretchen, su curiosidad claramente desbordada.

René, con una mirada que parecía atravesar la misma esencia del universo, respondió: “Soy maestro de la orden de Melquisedec, y estoy acá para dar recitales de poesía en todos los planetas del sistema solar.” Su tono era grave, impregnado de una sabiduría que hacía que Gretchen sintiera que estaba en presencia de un hombre que conocía los misterios de la vida misma.

La conexión entre ellos fue instantánea. En ese momento, bajo el manto estrellado y la luz etérea de las lunas, sus labios se encontraron en un beso que encendió una chispa de pasión. La noche se convirtió en un lienzo de deseo y ternura, y se entregaron a una danza de amor que duró hasta el amanecer. Las horas se desvanecieron en un torbellino de caricias y susurros, y la experiencia se convirtió en una celebración de sus sentimientos.

Al abandonar sus responsabilidades académicas, Gretchen se sumergió completamente en ese amor. La seducción del momento la llevó a ignorar los deberes de su semestre en la Facultad de Derecho, y durante tres días prolongó aquel encuentro, abrazando el nuevo y ardiente romance con René.

En el transcurso de dos meses, la relación floreció. Gretchen, arrastrada por la intensidad de su amor, tomó una decisión significativa: dejó su residencia universitaria para mudarse con René. La vida en su nuevo hogar estaba llena de promesas y sueños compartidos. Su apartamento, con vistas a los paisajes sobrecogedores de Saturno, se convirtió en un refugio de pasión y creatividad. Los días estaban marcados por la lectura de poemas, conversaciones metafísicas y la creación de un mundo compartido que parecía un microcosmos de su amor.

Sin embargo, la perfección de este mundo comenzó a tambalearse con las ausencias imprevistas de René. 

“Nunca me pidas que te llame”, le había advertido. “Soy escritor y mi medio es la escritura.”

Gretchen temió entonces que René fuera un hombre casado y con hijos en otro rincón de la galaxia, pero su franca sonrisa disipó sus dudas iniciales. Durante los siguientes tres años, René solía desaparecer de Saturno por uno o dos meses, dejándola sola y desconcertada. Aunque René había sido honesto acerca de sus ingresos como escritor independiente, con una veintena de libros de poemas que publicaba, las explicaciones y su renuencia a llamarla no lograban calmar las inquietudes de Gretchen.

Cada vez que René partía, el hogar se sumía en un vacío palpable. Gretchen, con su formación en leyes y una mente aguda para los detalles, empezó a notar patrones en su ausencia. Sus días se llenaban de un ansioso conteo de los días hasta su regreso, mientras se aferraba a las cartas y mensajes que René le enviaba desde lugares lejanos. A medida que las ausencias se repetían, el temor y la desconfianza comenzaron a erigir muros entre ellos, erosionando la serenidad que una vez había caracterizado su amor.

“Ya otro hombre rompió una vez mi corazón”, le dijo Gretchen cierto atardecer frente al río Schuylkill. “Si descubro que lo haces, soy capaz de matarte”.

“¿Para qué matar a alguien cuándo todos tenemos que morir?”, fue el enigmático comentario de René. 

La creciente desconfianza de Gretchen empezó a manifestarse en pequeñas discusiones. Durante una cena que transcurrió en silencio tenso, Gretchen finalmente se atrevió a expresar sus sentimientos:

“René, ¿por qué tienes que irte tan a menudo? ¿Qué es lo que realmente estás haciendo en esos viajes? ¿Por qué siempre parece haber algo que te llama fuera de Saturno?”

“Trabajo para el Creador,” era su explicación. “O, si lo prefieres en términos psicológicos, para mi propia conciencia, y sigo los impulsos de mis intuiciones y mis sueños. Viajo a todos los lugares del planeta, y a donde llego imparto mis bendiciones en silencio.”

“¿Eres un profeta?”

“Así es. Te lo he dicho varias veces.”

Pero Gretchen no estaba convencida. La idea de que sus viajes eran meramente profesionales no lograba apaciguar las dudas que se acumulaban en su mente. Empezó a investigar más a fondo, buscando pistas en los documentos que René dejaba atrás y en las notas de sus libros. La separación temporal se convirtió en un espacio fértil para la desconfianza y la sospecha.

La tensión entre ellos creció con cada ausencia de René, y la pregunta que una vez había sido una simple curiosidad se transformó en una inquietante preocupación. ¿Estaba René realmente dedicado a su carrera poética, o había algo más que él escondía en sus frecuentes y prolongadas ausencias? Gretchen se debatía entre el amor que sentía por él y la creciente sombra de la duda que amenazaba con oscurecer su relación.

“¿Qué bendiciones?”

“Sano enfermos, calmo las sequías, doy orientación y corrijo a quienes se inclinan a la mentira.”

“¿Es eso legal?”

“No lo entenderías,” dijo René acariciando sus cabellos. “Básteme decirte que si trabajas con denuedo cada día, especialmente por los demás, el universo te provee de todo lo necesario.”

“¿Qué piensas de Agamenón Petrosky?”

“Es un hombre que caerá por el propio peso de su ambición.”

Su ausencia en las redes sociales la enervaba. Sabía que su padre tenía muchos enemigos, y comenzó a temer, debido a su rechazo a las políticas neosocialistas de Petrovsky, ser utilizada por un espía extranjero con fines políticos. La incertidumbre, los celos y la inquietud comenzaron a nublar el amor que Gretchen sentía por René, y su creciente desconfianza dio fruto cuando Gretchen perdió la esperanza de que su amor por René pudiera superar cualquier obstáculo.

Cierta tarde de noviembre Gretchen tuvo un accidente en la cocina y sufrió una fisura en uno de sus pulgares. René no respondió a sus insistentes llamadas por varias horas, Gretchen telefoneó al Ingeniero Witberg, su padre, para contarle sus cuitas, quien, tras oír de su misteriosa batalla contra cinco bandidos en el Sur de Filadelfia, contactó de inmediato a los gendarmes de su red de inteligencia.

“Te prometo averiguar la vida secreta de ese hombre,” la consoló.



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