El Decreto Lingüístico de Felipe IV

Felipe IV

Era el año 1625, apenas cuatro años después de que Felipe IV ascendiera al trono de España. A sus veinte años, el joven monarca ya era conocido por su elegancia, su amor por las artes y un pequeño pero notable problema de dicción que había heredado de su familia. Cada vez que pronunciaba una palabra con “C” o “Z”, surgía un peculiar sonido sibilante, parecido al “th” inglés.

Aunque sus cortesanos más cercanos aseguraban que se trataba de un rasgo entrañable, la corte —siempre al acecho de debilidades— lo convertía en objeto de burlas apenas disimuladas.

Una tarde, en uno de los vastos salones de El Alcázar de Madrid, Felipe escuchó cómo dos jóvenes nobles imitaban su manera de hablar. Las risas contenidas fueron para él como un puñal. Sabía que un monarca debía inspirar respeto, y cualquier signo de debilidad, incluso uno tan trivial como su forma de hablar, podía ser usado en su contra.

—Si mi lengua es motivo de burla, ¿cómo puedo comandar la lengua de un imperio? —le confió esa noche a su consejero de confianza, el astuto Conde-Duque de Olivares.

Con una sonrisa, el conde-duque le propuso una solución: —Majestad, la corona no debe adaptarse al pueblo; el pueblo debe adaptarse a la corona. Haga que su forma de hablar sea norma, y el respeto será incuestionable. Declare que la pronunciación de la "C" y la "Z" como su majestad las articula sea la manera oficial de hablar en todo el reino.

Felipe IV, intrigado y animado por la idea, redactó un edicto real:

"Por decreto de Su Majestad Felipe IV, Rey de España y de las Indias, se establece que la pronunciación de la ‘C’ y la ‘Z’ será a partir de este día uniforme en todo el imperio: deberán articularse como la brisa ligera que atraviesa los dientes, símbolo de distinción y unidad en nuestra lengua."

El edicto fue leído en las plazas de Madrid, Toledo y Valladolid. Aunque en el norte se acogió sin reparos, en el sur, especialmente en Andalucía, y más allá en Canarias y América, el decreto fue ignorado.
—¿Cambiar nuestra habla por el capricho de un rey? —decían los campesinos en Sevilla y Cádiz—. La lengua es del pueblo, no del trono.

Los escribanos y funcionarios del reino, temerosos de caer en desgracia, adoptaron rápidamente la pronunciación interdental en las zonas cercanas al poder real, mientras que las regiones alejadas continuaron con su suave "seseo".

El destino del edicto

Aunque Felipe IV pensó que había marcado la historia, el edicto nunca logró unificar la lengua en sus vastos territorios. Su fracaso se convirtió en motivo de incomodidad para los cronistas reales, y tras la muerte del monarca, el decreto fue discretamente eliminado de los anales oficiales del reino. Nadie volvió a hablar de él.

Con los años, la pronunciación interdental del "th" se consolidó en las regiones del norte de España como un vestigio no oficial de aquella extravagante orden. En Andalucía, Canarias y América Latina, el "seseo" continuó siendo la norma, recordando que ni siquiera el poder de un rey absoluto puede imponer su voluntad sobre las fuerzas vivas de la lengua.

Así, el "Decreto de Felipe IV" se desvaneció en la historia, dejando solo un rastro en los sonidos del español que, irónicamente, reflejaban la diversidad y libertad del idioma que su imperio nunca logró uniformar.

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