Sin embargo, su gran visir, un devoto sufí de palabras encendidas y mirada severa, se había aliado con un predicador cristiano llegado de Occidente, hombre de lengua afilada y túnica de pureza fingida. Juntos, convencieron al sultán de que la comunidad judía, antigua y laboriosa, debía ser expulsada del reino, y sus bienes confiscados por la fe y el orden.
—¡Son obstinados, insolentes y apartados de la Verdad! —clamaron ambos—. No adoran ni al Profeta ni al Cristo. Sus libros están llenos de enigmas, y sus corazones, de orgullo. ¿Cómo vivirán en la tierra santa de tu gobierno, oh rey?
Y así fue como templos hebreos fueron cerrados, las escuelas clausuradas y sus sabios silenciados.
Mas el sultán, aunque influido, aún conservaba justicia en su espíritu. Antes de dictar el decreto final, mandó llamar a tres hombres, uno por cada fe. En una sala resplandeciente del palacio del Sultán de la India, cuyas paredes estaban incrustadas con esmeraldas y zafiros que reflejaban la luz de las lámparas de bronce, se reunieron a su orden un santo cristiano, un sabio del islam, y Shelomó ben Ezra, filósofo y jefe de la comunidad judía perseguida.
El vizir los condujo al salón de mármol blanco, donde el sultán, entre columnas y perfumes, les dirigió estas palabras:
—Vosotros que habláis en nombre del cielo, decidme cuál es la religión verdadera. Aquel que hable con la luz más clara decidirá el destino de los demás.
Compareció primero el cristiano. Habló con la vehemencia de los apóstoles:
—¡Señor! Solo Cristo es el camino, la verdad y la vida. Fuera de él, todo es condena. Los musulmanes, cuando menos, lo reconocen como Profeta e Hijo de Dios, pero la comunidad que no lo reconozca debe marchar, o perecer.
Después habló el maestro musulmán, con voz profunda:
—¡Sultán! Alá es único y eterno, y Mahomá es su Profeta. Quien niegue su unicidad es enemigo del bien. Los cristianos, cuando menos, reconocen que Dios enviaría profetas después de Cristo, pero el pueblo judío se niega a aceptar profetas que no sean hebreos. Que sufra las consecuencias.
Entonces llegó Shelomó ben Ezra. Iba sin escoltas, sin rollos ni bastones. Solo traía el rostro de los que han leído más el sufrimiento que los libros.
El sultán lo miró con gravedad.
—Tú, jefe de los perseguidos, habla. ¿Qué puedes decir en tu defensa?
El anciano inclinó la cabeza y dijo con voz suave:
—Permitidme, majestad, responder con una historia.
Y narró así:
En un reino antiguo, donde los vientos susurraban secretos y el sol tejía hilos de oro sobre la tierra, vivía un padre sabio, colmado de riquezas que no solo se medían en oro, sino en conocimiento y amor. Este hombre, de mirada profunda como un lago bajo la luna, tenía tres hijos, cada uno un reflejo de su linaje, pero también un torbellino de orgullo. El mayor, de porte altivo, se enorgullecía de ser el primero, el heredero natural, con la fuerza de un roble antiguo. El segundo, de corazón ardiente, se creía el predilecto, el favorito que llevaba la luz del padre en su sonrisa. El menor, de ojos brillantes como zafiros, proclamaba ser la joya final, la culminación perfecta del legado familiar.
El padre, con su sabiduría forjada en años de contemplación, percibió las semillas de la discordia entre ellos. Sabía que el orgullo, como un río desbordado, podía arrasar con la armonía de su familia. Así, decidió construir un palacio tan vasto que parecía un país por derecho propio, un reino dentro de otro, donde cada rincón respiraba vida y cada detalle cantaba la grandeza de su visión.
El palacio se alzaba en una llanura rodeada de montañas esmeralda, cuyas cimas se perdían en nubes de seda. Sus muros, hechos de mármol blanco veteado de oro, brillaban bajo el sol como si estuvieran tallados de la luz misma. Torres esbeltas, coronadas con cúpulas de lapislázuli, se elevaban hacia el cielo, mientras que los jardines que lo rodeaban eran un mosaico de colores: rosas de Damasco, jazmines que perfumaban el aire con sus suspiros, y lotos que flotaban en estanques cristalinos, reflejando las estrellas incluso en pleno día.
En el corazón del palacio, el padre construyó su morada: una cámara sin puertas, circular como el ciclo de la vida, con paredes de alabastro translúcido que emitían un resplandor suave. El suelo estaba incrustado con mosaicos de turquesa, jade y rubí, formando espirales que parecían danzar bajo la luz. En el centro, un trono sencillo de madera de sándalo, desgastado por el tiempo, era el único adorno. Desde allí, el padre observaba, invisible pero presente, el destino de sus hijos.
El palacio se dividió en tres alas, cada una un mundo en sí mismo, diseñada para reflejar el espíritu de uno de los hijos, pero unidas por pasillos ocultos que solo el padre conocía. Cada ala era un testimonio de su amor, un lienzo donde los sueños de sus hijos podían florecer.
El hijo mayor, el judío, recibió el ala del norte, un dominio donde el conocimiento era el tesoro supremo. Los jardines de esta ala no estaban hechos de flores, sino de letras: arbustos tallados en formas de antiguos caracteres hebreos, que parecían susurrar versos del Talmud al pasar. Los senderos, pavimentados con obsidiana pulida, conducían a bibliotecas de techos abovedados, cuyas cúpulas estaban pintadas con constelaciones que brillaban en la penumbra. Las estanterías, de ébano y marfil, albergaban rollos de pergamino y libros encuadernados en cuero, con páginas que olían a incienso y tiempo.
Las torres de estudio se alzaban como faros, con escaleras de caracol que parecían no tener fin. En sus cimas, los sabios debatían bajo lámparas de cristal que proyectaban sombras danzantes. Las ventanas, adornadas con vitrales de amatista y zafiro, filtraban la luz en tonos púrpura y azul, bañando las salas en un aura de introspección. En los patios, fuentes de mármol vertían agua que cantaba melodías antiguas, y los bancos de piedra estaban grabados con proverbios que invitaban a la reflexión.
El hijo mayor paseaba por su dominio, su túnica de lino bordada con hilos de plata ondeando al viento. Creía que su ala, con su riqueza intelectual, era la prueba del amor exclusivo de su padre. No veía los muros que lo conectaban con sus hermanos, ni los puentes de jade que cruzaban los ríos subterráneos del palacio.
El segundo hijo, el cristiano, recibió el ala del este, un lugar donde la devoción se alzaba como un canto al cielo. Los caminos de esta ala eran rectos, pavimentados con losas de granito gris que resonaban con cada paso. A lo largo de ellos, hileras de cipreses formaban corredores verdes, y cruces de mármol blanco marcaban los cruces, cada una tallada con intrincados diseños de vides y palomas.
Los altares, esculpidos en piedra caliza y adornados con pan de oro, se alzaban en capillas de techos abovedados, pintados con frescos de ángeles y santos. Las campanas, colgadas en torres de arenisca, tañían al amanecer y al ocaso, su sonido reverberando como un latido a través del ala. Los vitrales de las capillas, con tonos de rubí, esmeralda y zafiro, contaban historias de redención, y la luz que los atravesaba pintaba el suelo con arcoíris efímeros.
Los jardines del este estaban llenos de olivos centenarios, cuyas ramas retorcidas parecían rezar en silencio. Entre ellos, rosales blancos y rojos florecían en perfecta simetría, y pequeños arroyos serpenteaban, reflejando el cielo como espejos líquidos. En los patios, monjes con hábitos de lino cantaban himnos, y el aroma del incienso flotaba como una nube invisible.
El segundo hijo, con una cruz de plata colgada al cuello, caminaba por su ala con la certeza de que su fe era el verdadero reflejo del amor de su padre. Ignoraba los arcos de alabastro que conectaban su dominio con los demás, ciego a la unidad que subyacía en el palacio.
El hijo menor, el musulmán, recibió el ala del oeste, un dominio donde la belleza y la espiritualidad se entrelazaban como hilos de un tapiz. Los patios de esta ala eran un sueño de geometría: mosaicos de zellige en tonos de turquesa, coral y oro formaban estrellas y espirales que parecían girar bajo los pies. Las fuentes, talladas en mármol negro, susurraban versos del Corán mientras el agua danzaba en patrones hipnóticos, reflejando la luz de lámparas de bronce perforadas que colgaban de los techos.
Las cúpulas, recubiertas de azulejos que imitaban el cielo nocturno, parecían cantar al firmamento, con incrustaciones de madreperla que brillaban como constelaciones. Los arcos de herradura, pintados con arabescos de lapislázuli y carmesí, conducían a salas de oración donde alfombras de seda, tejidas con hilos de oro, invitaban a la contemplación. Los jardines estaban llenos de naranjos y granados, cuyos frutos brillaban como joyas bajo el sol. Jazmines y madreselvas trepaban por celosías de madera de cedro, llenando el aire con su fragancia embriagadora.
El hijo menor, vestido con una túnica de damasco azul bordada con lunas crecientes, paseaba por su ala, convencido de que su belleza era la prueba del amor único de su padre. No veía los canales ocultos que unían su dominio con los de sus hermanos, ni las puertas de filigrana que se abrían a los pasillos secretos del palacio.
Con los años, los dominios de los hijos crecieron, y sus riquezas se multiplicaron. El ala del norte se llenó de manuscritos raros y gemas del conocimiento; la del este, de reliquias sagradas y ofrendas de peregrinos; la del oeste, de tapices exquisitos y perfumes de tierras lejanas. Pero con la prosperidad vino el olvido. Cada hijo, cegado por su orgullo, comenzó a creer que el palacio entero le pertenecía, que el amor de su padre era solo para él.
Algunos, en su arrogancia, soñaron con invadir las alas de sus hermanos. En el norte, los sabios susurraban sobre la superioridad de sus textos; en el este, los sacerdotes predicaban la exclusividad de su fe; en el oeste, los poetas componían versos que exaltaban su dominio como el único digno. Sin embargo, ninguno cruzó los muros, porque el palacio era tan vasto que sus fronteras parecían mundos separados.
Pero la verdad era más profunda. Todos vivían bajo un mismo techo, en un palacio tejido con el amor de su padre. Los pasillos ocultos, los puentes de jade, los canales subterráneos: todo era parte de un diseño mayor, un recordatorio de que, aunque diferentes, eran hermanos. El padre, desde su cámara sin puertas, observaba con tristeza y esperanza, sabiendo que su amor era tan inmenso que sus hijos aún no podían comprenderlo.
Y así, el palacio permaneció, un testimonio de unidad en la diversidad, esperando el día en que los tres hijos descubrieran que el verdadero tesoro no estaba en sus alas, sino en el corazón del padre que los unía a todos.
El sultán Akbar Shah permaneció largo rato con la mirada perdida, como si recorriera con el pensamiento los salones del palacio invisible.
Entonces ocurrió lo impensable; el sultán se puso en pie y aplaudió a Shelomó ben Ezra, sabio judío y jefe de la comunidad perseguida.
La concurrencia toda, incluyendo el intolerante sufi y al santo cristiano, aplaudieron en consonancia al autor del relato que había conmovido al sultán Akbar Shah, ya reconocido por su mente aguda y su corazón abierto.
Al día siguiente, el sultán Akbar Shah recibió al filósofo judío a una sala contigua perfumada con sándalo. A su llegada, una brisa suave entraba por los arcos de mármol, trayendo el murmullo de las fuentes del patio.
Sobre una mesa de ébano, reposaban rollos de pergamino, una copa de agua de rosas, y un ejemplar del cuento de Shelomó, escrito en tinta negra con letras que parecían danzar.
El sultán, vestido con una túnica de seda carmesí bordada con hilos de oro, se reclinó en un diván cubierto de cojines de damasco. Sus ojos, profundos como pozos de obsidiana, escrutaron al sabio, que permanecía de pie con su túnica sencilla de lino y una mirada serena pero penetrante. Tras un silencio que parecía contener siglos, el sultán habló:
—Shelomó ben Ezra, tu relato es un tapiz tejido con hilos de verdad, tan delicado como las alas de una mariposa y tan pesado como las montañas de Cachemira. He meditado tus palabras, y en ellas veo un espejo del mundo, un reflejo de la humanidad misma. Dime, sabio, ¿es tu intención que el padre del cuento sea Dios, el Uno, el Creador, cuya cámara sin puertas son los cielos infinitos?
Shelomó inclinó la cabeza y respondió:
—Gran Sultán, vuestras palabras capturan el alma de mi relato. En verdad, el padre es una sombra de lo Divino, aquel cuya esencia no puede ser contenida por puertas ni muros, pues su amor lo abarca todo. La cámara sin puertas es el cielo, sí, pero también el corazón del universo, donde no hay principio ni fin, sólo unidad. Quise mostrar que, aunque los hijos —los pueblos de la tierra— habitan el mismo palacio, el mundo que Dios les dio, se han olvidado de su origen común.
—Y qué palacio has descrito, Shelomó —dijo Akbar Shah—. Cada ala, un mundo dentro de otro, tan vasto que los hijos no ven los puentes que los unen. El judío con sus letras, el cristiano con sus campanas, el musulmán con sus cúpulas… ¿No es esto un retrato de nuestras fes, de nuestras naciones? Todos hemos recibido el mundo entero como herencia, pero en lugar de compartirlo, nos disputamos su propiedad. Dime, ¿por qué crees que los hijos olvidaron que viven bajo un mismo techo?
—El olvido, oh Sultán, nace del orgullo, que es como un velo que nubla la vista —dijo Shelomó—. Cada hijo, en su amor por su ala, comenzó a creer que solo su verdad era la verdad. El mayor, con sus torres de estudio, piensa que la sabiduría es suya; el segundo, con sus altares, cree que la fe le pertenece; el menor, con sus fuentes, se pierde en la belleza de su mundo. Este orgullo los ciega a los pasillos ocultos, los lazos que los unen. Antes de Babel, la humanidad hablaba una sola lengua, no solo de palabras, sino de espíritu. Pero la torre cayó, y con ella, la memoria de nuestra comunidad originaria.
El sultán asintió lentamente.
—Hablas de Babel, y tus palabras resuenan como las campanas de tu cuento. Mira este mundo, Shelomó: desde los desiertos de Arabia hasta los bosques de Europa, desde las estepas de Asia hasta las orillas del Ganges, los hombres se matan por tierras, por dioses, por palabras. Las guerras que han teñido la tierra de sangre, ¿no son acaso los hijos del cuento invadiendo las alas de sus hermanos? ¿Qué los impulsa a tal locura?
Shelomó cerró los ojos como quien escucha un río subterráneo:
—La intolerancia, mi señor, es el fruto amargo del olvido. Cuando los hijos olvidaron que el palacio es uno, comenzaron a ver al otro no como hermano, sino como amenaza. El judío teme que el cristiano borre sus letras; el cristiano teme que el musulmán apague sus campanas; el musulmán teme que el judío o el cristiano profanen sus cúpulas. Este miedo construye muros más altos, afila espadas, derrama sangre. Pero la raíz está en la ignorancia: ignoran que el amor del padre, de Dios, es tan vasto que no excluye a ninguno.
El sultán suspiró.
—¡Qué agudeza, Shelomó! Tu relato me recuerda los versos de Rumi: “Más allá de las ideas de lo correcto y lo incorrecto, hay un campo. Te encontraré allí.” Ese campo es la cámara sin puertas, ¿no es así? Pero dime, ¿cómo podemos recordarlo? ¿Cómo enseñar a los hijos que el palacio es uno?
Shelomó respondió con dulzura:
—La memoria, Sultán, se despierta con el encuentro. Si los hijos caminaran por los pasillos ocultos; si el judío visitara las fuentes del musulmán; si el cristiano escuchara las letras del judío; si el musulmán rezara bajo las campanas del cristiano, descubrirían que sus alas no son tan diferentes. El diálogo, la escucha, el reconocimiento del otro como reflejo de uno mismo: estos son los puentes de jade que el padre dejó en el palacio. Las guerras cesarían si los hombres recordaran que su enemigo es su hermano.
—Y sin embargo —dijo el sultán con pesar—, el orgullo es un veneno tenaz. En mi corte he visto a brahmanes, sufíes, cristianos y jainistas disputar sobre la naturaleza de Dios, cada uno convencido de que su verdad es la única. Tu relato me dice que todos están en lo cierto y todos están equivocados. Dios, el padre, no mora en una sola ala, sino en el centro, donde no hay puertas que lo limiten. ¿Cómo guiar a los pueblos hacia ese centro?
—No se trata de abandonar las alas, mi señor, pues cada una es un don del padre, una forma de conocerlo —respondió Shelomó—. El judío encuentra a Dios en la sabiduría, el cristiano en la fe, el musulmán en la belleza. Pero deben aprender a mirar más allá de sus muros. La educación, el arte, las historias como esta: son llaves que abren las puertas ocultas. Y los líderes, como vos, tienen el poder de convocar a los hijos a la cámara sin puertas, no para imponer una verdad, sino para mostrarles que todas las verdades son hilos de un mismo tapiz.
El sultán se levantó entonces, con dignidad y resolución.
—Tus palabras son como las lámparas de tu cuento, Shelomó: iluminan sin cegar. Este palacio, este mundo, es un regalo demasiado grande para que lo destruyamos con disputas. Juro, por la luz que nos une, que en mi reino buscaré tender esos puentes de jade. Convocaré a sabios de todas las fes y les pediré que lean tu relato, que vean en él el reflejo de nuestra locura y de nuestra esperanza. Pero dime, ¿crees que los hijos algún día recordarán?
Shelomó sonrió:
—Creo, oh Sultán, que el amor del padre es más fuerte que el olvido. Mientras haya hombres que cuenten historias, que construyan puentes, que busquen el centro, la memoria volverá. No será fácil, pues el orgullo es un río profundo. Pero cada paso hacia el otro, cada mano tendida, es un paso hacia la cámara sin puertas. Y allí, en el corazón del palacio, los hijos descubrirán que nunca estuvieron separados.
Entonces, el sultán guardó silencio. Sus ojos brillaban con una mezcla de tristeza y esperanza. Hizo un gesto para que Shelomó se sentara a su lado, y juntos contemplaron el patio, donde el agua de las fuentes danzaba bajo la luna.
En ese instante, la sala pareció disolverse, y por un momento eterno, ambos sintieron que estaban ya en la cámara sin puertas, donde el amor del padre lo abarcaba todo.
Entonces se puso de pie.
Llamó a sus escribas, y proclamó:
—Shelomó ben Ezra ha respondido con sabiduría, sin odio, sin amenaza y sin orgullo. Su pueblo permanecerá en mi reino. Los libros serán devueltos, las escuelas abiertas, y la fe de cada hombre respetada.
Y añadió:
—Desde este día, declaro por decreto que el Palacio de mi Reino será de tres alas, y ninguna tendrá dominio sobre las otras. Así como el padre ama a sus tres hijos, yo amaré a los pueblos bajo mi trono. Y si alguno osa levantar su fe como espada, será considerado enemigo del reino.
El visir calló. El predicador se retiró. Y el pueblo, al conocer la historia del sabio Shelomó, comenzó a decir que la palabra más poderosa no es la que impone, sino la que revela la unidad entre los distintos.
Y así fue como en la India de aquel sultán la convivencia se convirtió en ley, y la sabiduría en corona.
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