Idilios Peligrosas, novela negra colombiana de Hugo N Santander Ferreira

En Colombia la guerra no es solo de los violentos; se transmuta en formas que alteran la vida cotidiana. Tampoco es exclusivamente rural; sus afiladas espinas nos cortan en una discusión callejera con un asesino disfrazado o una mujer torturada. Se mete al cuarto de los matrimonios que ya no se tocan, se disfraza de celos en el ordenador de un esposo que vigila, se esconde en la obsesión de un exmiliciano que ya no tiene selva pero sí pistola, se camufla en el cuerpo de una mujer que llaman "ninfómana" porque se atrevió a desear. Hugo Noël Santander Ferreira lo sabe y lo demuestra sin aspavientos: la violencia histórica no necesita balas para seguir matando; le basta con la cama, con la terraza, con los anuncios de sexo barato, con el parqueadero del aeropuerto Palonegro un martes cualquiera.

Idilios Peligrosos

Idilios Peligrosos es la crónica de esa transmutación o traslado, una metástasis de la ilusoria paz que viven quienes renuncian a matar al semejante. 

Todo comienza con una ruptura que, en apariencia, es civilizada: Nancy Torres cierra la maleta rosada y se va a Medellín a ser alguien. Hernando Villanueva, arquitecto, poeta de fin de semana y romántico empedernido, queda mirando la puerta como quien mira la frontera que acaba de perderse. Ese portazo suena a detonación lejana que nadie registra pero que igual abre la grieta por donde se colará el resto: el derrumbe de un hombre que confunde intensidad con verdad y pasión con salvación, y cuya caída arrastra a quienes lo rodean hacia un vórtice donde los afectos operan con la misma lógica de poder, sometimiento y miedo que ha estructurado el conflicto armado colombiano.

Porque esta obra pertenece a esa zona poco frecuentada de nuestra literatura donde la violencia se desplaza del monte al dormitorio, de la carretera al corazón humano. Los escenarios aquí —el consultorio psiquiátrico, la habitación donde alguien llora a solas, la cama donde dos cuerpos se encuentran solo para destruirse— están tan cargados de violencia como un antiguo campamento del ELN o una carretera marcada por retenes.

De esa grieta inicial salen los demás: Ariadna, esposa de vitrina atrapada entre la represión conyugal y una rabia antigua, que intenta liberarse a través del deseo y termina sumida en un laberinto psicológico donde conviven la culpa y el arquetipo de la "Mujer Salvaje" que la Dra. Yasmín Haddad identifica en su consultorio. Marianne, la profesora de filosofía que cree en Schopenhauer hasta que un hombre con fiebre y diente de oro le pone una pistola en la nuca, descubriendo que incluso la luz puede ser capturada por la sombra cuando la violencia del país se infiltra en lo íntimo. Riakola, exguerrillero reciclado en delincuente común, cuya herida infectada es la metáfora perfecta de un país que pudre todo lo que toca, prueba viviente de que la guerra solo cambia de escenario, de arma, de objetivo. Emeterio, el marido celoso que casi se convierte en feminicida porque no soporta la idea de ser insuficiente. Jerónimo y Nohora Valentina Sánchez, fantasmas del ELV que regresan a cobrar deudas que la paz firmada nunca canceló.

Y en el centro, siempre, Bucaramanga: ciudad de lomas, calor pegajoso y edificios que se llaman Cabecera Torres del Pasado porque aquí nadie olvida nada, aunque haga como que sí. Cada personaje lleva consigo una herida colectiva, una marca histórica que se vuelve personal. Las cicatrices del conflicto armado reaparecen en los comportamientos cotidianos: en los celos que rozan el crimen, en el secuestro que emerge como acto desesperado de posesión, en la obsesión que confunde amor con dominio, en la humillación que se convierte en motor de violencia.

La prosa de Hugo Noël Santander Ferreira es limpia y cruel. Sabe cuándo detenerse para que duela más, sabe cuándo acelerar para que el lector sienta el vértigo de la autopista hacia el aeropuerto donde todo converge y casi todo explota. La voz narrativa —férrea, lúcida, sin concesiones— se mete sin permiso en la cabeza de quien sea y nos obliga a acompañarlos hasta el fondo de su propia miseria. Conocemos las dudas de Marianne antes del secuestro; el vértigo emocional de Ariadna cuando comprende que su vida no le pertenece; la degradación febril de Riakola, que condensa en su delirio la tragedia de cientos de hombres moldeados por la guerra; la soledad de Nancy, que huye para salvarse pero deja ruinas detrás; el extravío de Hernando, que se hunde en una noche urbana que mezcla aguardiente, cocaína, prostitución de clasificados y una soledad que duele como un órgano amputado.

Los poemas que atraviesan la obra —propios y ajenos— no son solo conmovedores; representan heridas jamás cicatrizadas que hablan cuando la prosa no basta, evidencia de que la cultura colombiana ha convertido el dolor en estética y la desesperación en una forma de identidad.

Pues esta novela elige un camino valiente: rehúye las salidas fáciles. La redención, cuando aparece, es tenue y siempre provisional. Hay supervivientes que se abrazan en una terraza mientras abajo la ciudad sigue respirando su mezcla de gasolina y jazmín. Hay un exmiliciano que termina en una celda de quince años. Hay una mujer que recita un poema que nunca fue para ella frente a una psiquiatra que quizás la está salvando o quizás la está estafando. Hay un marido que aprende demasiado tarde que el amor nunca fue vigilancia. Hay una filósofa que descubre que el cuerpo angular también tiene derecho a ser amado.

Idilios Peligrosos trasciende el mero retrato sociológico para adentrarse en los mecanismos psíquicos que perpetúan la violencia. A través del brillante dispositivo del consultorio psiquiátrico, la novela explora cómo los diagnósticos clínicos y los arquetipos junguianos se convierten en narrativas que compiten por explicar (o justificar) el comportamiento humano. La obra cuestiona hasta qué punto somos marionetas de fuerzas inconscientes o arquitectos responsables de nuestras propias catástrofes, demostrando que en Colombia hasta la psique individual está colonizada por el conflicto.

Y hay una certeza incómoda que la novela deja clavada como esquirla: todos llevamos dentro una guerra más antigua que los acuerdos de paz. Todos, alguna vez, hemos sido capaces de apuntar al corazón de alguien y decir "te amo" con el dedo en el gatillo. Todos hemos sido —en distintas etapas de la vida— Nancy, Hernando, Ariadna, Marianne o Riakola. Todos hemos amado con torpeza, confundido deseo con libertad, rozado la sombra de la culpa, cargado sin saberlo una bala simbólica en el corazón.

Su mayor virtud reside en recordarnos que la guerra más difícil de desactivar ocurre dentro: la lucha entre lo que deseamos, lo que tememos, lo que ocultamos y lo que nos atrevemos a confesar. Que mientras sigamos resolviendo la intimidad con las mismas herramientas que usamos para resolver el conflicto armado —posesión, venganza, miedo, control—, la paz seguirá siendo una palabra bonita que firmamos en La Habana pero que nunca llega al dormitorio.

El lector encontrará aquí un espejo oscuro pero necesario: un reflejo donde se cruzan el amor, la culpa, la memoria y la violencia, y donde cada personaje actúa, falla, hiere o ama desde un lugar profundamente humano. Porque esta novela obliga a preguntarse, sin escapatoria posible, qué calibre de bala —metafórica o real— seguimos guardando cuando pronunciamos, con temblor o con deseo, las palabras "te amo".

Idilios Peligrosos no consuela. Refleja.

Y en ese reflejo —oscuro, preciso, sin maquillaje— está su verdad más incómoda: la certeza de que el enemigo a veces está fuera, pero casi siempre está dentro.

Bienvenidos a Bucaramanga. Aquí la guerra cambió de uniforme, pero nunca se quitó las botas.

Idilios Peligrosos

Leyla Margarita Tobías Buelvas

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