El Decreto Lingüístico de Felipe IV
Era el año 1625, apenas cuatro años después de que Felipe IV ascendiera al trono de España. A sus veinte años, el joven monarca ya era conocido por su elegancia, su amor por las artes y un pequeño pero notable problema de dicción que había heredado de su familia. Cada vez que pronunciaba una palabra con “C” o “Z”, surgía un peculiar sonido sibilante, parecido al “th” inglés. Aunque sus cortesanos más cercanos aseguraban que se trataba de un rasgo entrañable, la corte —siempre al acecho de debilidades— lo convertía en objeto de burlas apenas disimuladas. Una tarde, en uno de los vastos salones de El Alcázar de Madrid, Felipe escuchó cómo dos jóvenes nobles imitaban su manera de hablar. Las risas contenidas fueron para él como un puñal. Sabía que un monarca debía inspirar respeto, y cualquier signo de debilidad, incluso uno tan trivial como su forma de hablar, podía ser usado en su contra. —Si mi lengua es motivo de burla, ¿cómo puedo comandar la lengua de un imperio? —le confió esa noch...